«Para ser honrados, la primera página de los periódicos debería tener como título: ¿A mí qué me importa? Caín diría: ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» Así decía el Papa Francisco, el pasado sábado, en el cementerio militar de Redipuglia, a los cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial, subrayando a continuación que «esta actitud es, exactamente, la opuesta a la que pide Jesús en el Evangelio. Hemos escuchado -se había proclamado en la Misa-: Él está en el más pequeño de los hermanos: Él, el Rey, el Juez del mundo, Él es el que tiene hambre, el sediento, el forastero, el enfermo, el encarcelado… Quien cuida del hermano, entra en la gloria del Señor; quien, en cambio, no lo hace, quien, con sus omisiones, dice: A mí, ¿qué me importa?, permanece fuera».
El Santo Padre, desde el mismo inicio del pontificado, no ha dejado de mostrar, de palabra y obra, este cuidado amoroso a los pobres y necesitados, imagen viva del mismo Jesucristo: «Nunca olvidemos -dijo aquel 19 de marzo, fiesta de San José- que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la Humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado. Sólo el que sirve con amor sabe custodiar».
Pocos meses después, el 8 de julio de 2013, visitaba la isla de Lampedusa. «Desde que supe la noticia -¡tantos inmigrantes muertos en el mar, por esas barcas que, en lugar de haber sido una vía de esperanza, han sido una vía de muerte!-, mi pensamiento -dijo el Papa en su homilía- ha vuelto sobre ella continuamente, como a una espina en el corazón que causa dolor. Y sentí entonces que tenía que venir hoy aquí a rezar, a realizar un gesto de cercanía, pero también a despertar nuestras conciencias para que lo que ha sucedido no se repita. Esta mañana, quisiera proponer algunas palabras que remuevan la conciencia de todos». Y ya en aquella ocasión evocó la pregunta a Caín: «¿Dónde está tu hermano?, la voz de su sangre grita hasta mí, dice Dios». Y el Santo Padre subrayó: «Ésta no es una pregunta dirigida a otros, es una pregunta dirigida a mí, a ti, a cada uno de nosotros. Esos hermanos nuestros intentaban salir de situaciones difíciles para encontrar un poco de paz; buscaban un puesto mejor para ellos y para sus familias, pero han encontrado la muerte. ¡Cuántas veces quienes buscan estas cosas no encuentran comprensión, acogida, solidaridad! ¡Y sus voces llegan hasta Dios!».
Pero no quedaron ahí las palabras del Papa: «Una vez más, os doy las gracias, habitantes de Lampedusa, por vuestra solidaridad», que es ¡fuente de esperanza!, como lo es el amor de todo el pueblo cristiano, la verdadera respuesta al formidable desafío de la inmigración. Las páginas de portada de este número de Alfa y Omega dan buena fe de ello, y son eco también del testimonio que, otros pocos meses después, nos daba el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii gaudium, al confesar que «los migrantes me plantean un desafío particular por ser pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos», y por ello exhorta «a una generosa apertura, que en lugar de temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!».
Sí, la Iglesia es Madre, y Maestra -así lo dijo el Papa san Juan Pablo II en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Migraciones del año 2000-, que «trabaja para que se respete la dignidad de toda persona, para que el inmigrante sea acogido como hermano y para que toda la Humanidad forme una familia unida», y teniendo bien presente a Jesús, que «llegó a identificarse con el extranjero que necesita amparo: Era forastero y me acogisteis». ¡Es el desafío del amor cristiano!, que ya en aquel Mensaje reclamaba una atención hoy aún más necesaria que entonces: «Entre los emigrantes, los refugiados ocupan un lugar destacado y merecen la máxima atención. Son ya muchos millones en el mundo y no cesan de aumentar; han huido de condiciones de opresión política y de miseria inhumana, de carestías y sequías de dimensiones catastróficas. La Iglesia -concluye el Papa- debe acogerlos en el ámbito de su solicitud apostólica». Sólo así podemos vivir, yo, tú, cada uno de nosotros, el gozo de las palabras de Jesús: ¡A Mí me acogisteis!