A mi Iglesia doméstica: Epístola sobre la Visita del apóstol Pedro - Alfa y Omega

Queridos hijos, el apóstol Pedro, que se llama Benedicto, ha estado estos días con nosotros. Sabíamos de su solícito amor de padre; teníamos noticias del dolor de su corazón por las tinieblas que atenazan nuestro presente; los hermanos de la Iglesia de Roma nos habían hecho llegar sus clarificadores mensajes de esperanza. Pero lo que no nos podíamos imaginar era que un día fuéramos testigos de sus desvelos, de la profundidad de su mirada, de la belleza de su sonrisa, de la dulzura de sus gestos y de la cercanía y del calor de su palabra.

Pedro, peregrino de la lógica del amor y del servicio a los hombres de nuestro tiempo, ha venido a nosotros, a las Iglesias en Santiago de Compostela y Barcelona, para confirmar nuestra fe, para arraigar nuestra esperanza en la sabiduría de Cristo y para alentar el testimonio de nuestra caridad, de la coherencia de nuestra propuesta cristiana, clara y valiente.

Queridos hijos, aquel a quien el Señor confió dirigir su barca mar adentro, asido el timón con la certeza de la fe, ha venido hasta el Finisterre de nuestra historia moral e intelectual, para hablarnos de corazón a corazón; para susurrarnos palabras primeras sobre la verdad y la belleza de Dios. Decidme, por favor, si después de estos días podemos amar algo distinto a la plenitud de Dios. Pedro ha sido, entre nosotros, testigo de la verdad de Dios y de la verdad sobre el hombre.

No hace falta que os diga, porque me lo habéis oído en no pocas ocasiones, que no pocos de los nuestros han abandonado la pretensión de la verdad; se han entregado a la conquista de su felicidad con su sola voluntad y con un ejercicio titánico, y estéril, de la libertad, que les ha esclavizado. En no pocas ocasiones hemos conversado sobre la necesidad de que nuestros amigos entiendan que la fe es forma privilegiada de conocimiento, necesaria, complementaria y no enemiga de la razón; no restrictiva respecto a los deseos de lo íntimo del corazón del hombre. En la experiencia cristiana, la fe se encuentra con la razón y se fecundan ambas. Con frecuencia, hemos experimentado que hablar hoy de Dios, de Cristo y de la Iglesia resulta peligroso. Sin embargo, sabemos por experiencia, que sólo Dios basta, que sólo Dios satisface todo lo que el corazón del hombre pide y que la fe cristiana es opción por la razón y por lo racional, que nos permite la orientación de la religión hacia la visión racional de la realidad y que hace posible el recto creer y el recto obrar. Así nos lo ha enseñado el Apóstol. Demos gracias a Dios.

Queridos hijos, a causa de las desgracias que nos han ocurrido, el Príncipe de los apóstoles sabía que la tribulación agarrota nuestra historia personal y social; era conocedor, por el relato de nuestros presbíteros, de los efectos de la ideología del relativismo moral; tenía noticia de que la imposición de las leyes de los arbitrarios poderes de las tinieblas sobre las formas de entender y de intervenir en la vida estaba produciendo una ceguera personal y social, un agarrotamiento del deseo de trascendencia, de eternidad, de felicidad y de belleza. La ceguera ante la verdad nos atenaza; la sordera ante la elocuencia de Dios en la creación y en la Historia invade nuestros días. Durante estas horas, pocas, pero intensas, Pedro nos ha animado a superar las falsas dialécticas entre verdad y libertad, entre conciencia humana y conciencia cristiana. Nos ha recordado que Dios no es envidioso o despectivo del hombre, como nos han hecho creer los nuevos sofistas. Dios –ha insistido desde sus entrañas de padre– es el origen de nuestro ser y cimiento, y cúspide de nuestra libertad.

Queridos hijos, recordad siempre, comentadlo con vuestros amigos y compañeros: Dios no es nuestro oponente; Dios es el amigo del hombre, nuestro amigo. Como lector privilegiado del libro de la Historia, el primero de los apóstoles nos ha insistido en que nuestra tragedia ha sido la de haber vivido con la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Le oí susurrar al oído a nuestro querido anciano Antonio que Pedro no se explicaba cómo podíamos soportar el silencio público de la palabra primera, única que permite entender la vida en la realidad y no en la fantasía o en la ideología.

Damos gracias al Señor Jesús porque, en la encrucijada de los caminos y de la vida, la sabiduría de la luz ilumina la oscuridad de nuestro presente.

Queridos hijos, en estos días también acompañamos a Pedro a consagrar una nueva casa dedicada a la Sagrada Familia, porque no hay hombre sin familia, ni Iglesia sin Cristo, Palabra eterna revelada y encarnada. Queridos hijos, recordad siempre que Pedro, el primero en servirnos, ha estado con nosotros, y que vuestro padre le ha acompañado con la oración, el pensamiento y la palabra. Besos de vuestra madre. Dios con vosotros siempre.

José Francisco, de la Iglesia en Hispania