¡A Mí me acogisteis!
«Esta cena no la olvidaré en toda mi vida»: lo dijo, la pasada noche de fin de año, Miguel Ángel, inmigrante guineano, el último que ha llegado a la Casa de San Antonio, de la parroquia San Juan Bautista…
«Esta cena no la olvidaré en toda mi vida»: lo dijo, la pasada noche de fin de año, Miguel Ángel, inmigrante guineano, el último que ha llegado a la Casa de San Antonio, de la parroquia San Juan Bautista, en la madrileña ciudad de Fuenlabrada. Se ayuda de unas muletas y a menudo tiene que utilizar la silla de ruedas, pero se siente en su casa. Están a la mesa los sacerdotes de la parroquia, la familia que se ocupa más directamente de la Casa y los acogidos, que han preparado con todo esmero cada detalle, la organización de la mesa, las velas, las uvas, los cubiertos… Hakim, un albañil marroquí, ha sido esta vez el cocinero, y con Juan Ángel y Emeterio, todos a una, dan fe de que «aquí hemos encontrado de nuevo una familia». Y Miguel Ángel, que viene a la Casa para seis meses, siendo aún un recién llegado, ya siente lo mismo, y en seguida pone sobre la mesa sus necesidades, y la escucha atenta de todos logra que pueda expresar sin miedo el deseo concreto que, en los últimos días, le acuciaba con fuerza: «Necesito una llave de la casa para poder entrar y salir siempre que quiera». Todos sonrieron. Él se sintió acogido como no se había sentido «desde hace muchos, muchos años».
He aquí la Iglesia real, no la que imaginan las ideologías al uso y que tantos se creen…, hasta se topan con ella, es decir, con Cristo mismo, de un modo especialísimo presente en la acogida del emigrante y del refugiado. Si éstos lo ven en la Iglesia, no menos lo ve ésta en ellos, que muestran a Quien dice: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me acogisteis». Lo recuerda el Papa Francisco al comienzo mismo de su Mensaje para la Jornada Mundial de este próximo domingo, y así añade que «misión de la Iglesia es, por tanto, amar a Jesucristo, adorarlo y amarlo, especialmente en los más pobres y desamparados; entre éstos, están ciertamente los emigrantes y los refugiados». Ya lo decía en su Exhortación Evangelii gaudium, y con las palabras, justamente, que hoy dan título a su Mensaje: «Los migrantes me plantean un desafío particular, por ser pastor –añadía– de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos».
En el Mensaje para esta misma Jornada, del año 1996, lo afirmaba ya san Juan Pablo II: «En la Iglesia, nadie es extranjero, y la Iglesia no es extranjera para ningún hombre y en ningún lugar. La Iglesia es el lugar donde también los emigrantes ilegales son reconocidos y acogidos como hermanos».
Será preciso regular este fenómeno que marca época, en expresión de Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate, cuyas palabras recuerda el Papa Francisco en su Mensaje para la Jornada de este año: no se pueden ignorar «los dramáticos desafíos» que supone tal regulación «a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional», que han de tener muy presente –añadía el Papa Benedicto– que «todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación». Y el Papa Francisco lo subraya diciendo a los «organismos e instituciones, a nivel internacional, nacional y local» que se ocupan del fenómeno migratorio, que «es necesaria una acción más eficaz e incisiva». ¿Y cómo? La respuesta del Santo Padre es bien elocuente: una acción «fundada en la protección de la dignidad y centralidad de la persona humana». Con ello, no sólo se está viendo la auténtica identidad del inmigrante: ¡es imagen de Dios!, sino que igualmente la recupera quien lo acoge. Buena prueba de ello es la comunidad de la Casa de San Antonio con cuyo sencillo testimonio se iniciaba este comentario: una familia, que eso es la Iglesia, y a eso está llamada la Humanidad entera.
Pero una familia sólo lo es si hay una madre, fuente de la vida y garantía de fraternidad. «Para garantizar una convivencia armónica entre las personas y las culturas –afirma con toda razón el Papa Francisco en su Mensaje– no basta la simple tolerancia. Aquí se sitúa la vocación de la Iglesia a superar las fronteras y a favorecer la cultura del encuentro», que está en el ser y actuar de la Iglesia de Cristo, que en Él tiene su origen, en Él –como escribió bellamente san Juan Pablo II en su Mensaje para la Jornada del Emigrante del año 2000–, «Dios vino a pedir hospitalidad a los hombres». A quienes lo recibieron –dice san Juan en su evangelio– «les dio poder de ser hijos de Dios», y así formar un mundo de hermanos. No hay otro camino humano en esta época de tan vastas migraciones, como la define en su Mensaje el Papa Francisco, y por eso, concluye, «a la globalización del fenómeno migratorio hay que responder con la globalización de la caridad y de la cooperación, para que se humanicen las condiciones de los emigrantes», y de cuantos los acogen, pues lo hacen al mismo Cristo.