A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas? - Alfa y Omega

A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas?

Jueves de la 25ª semana del tiempo ordinario / Lucas 9, 7-9

Carlos Pérez Laporta
Herodes James Tissot
Herodes. James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York (Estados Unidos).

Evangelio: Lucas 9, 7-9

En aquel tiempo, el tetrarca Herodes se enteró de lo que pasaba sobre Jesús y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos; otros, en cambio, que había aparecido Elías, y otros que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.

Herodes se decía:

«A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas?». Y tenía ganas de verlo.

Comentario

El «tetrarca Herodes» no conoce Jesús. No le ha visto nunca. Sus vidas son dos líneas que corren en paralelo, y no tendrían por qué nunca cruzarse. Él nunca le ha buscado. No es que no crea en Dios, es que su vida no tiene nada que ver con Él. Las fiestas, la política, sus relaciones cotidianas… todo está separado de cualquier sentido religioso. Es puro ejercicio de poder. Pura mundanidad. Puro gozo. No hay nada más allá en su vida.

Es como si no hubiera nada más acá en su corazón. Es verdad que apareció Juan. El bautista era lo opuesto a su vida, y amenazaba con ponerla en peligro. Por eso le detuvo. Pero nunca se atrevió a matarlo: Herodes le temía. El juicio inminente, la ira de Dios, no tendría que haberle afectado. Conocía esas viejas tradiciones; todo aquello no iba con él. Pero había algo en su interior que se había turbado ante la voz y la mirada de Juan. Herodes sabría decir qué era, porque era algo de sí mismo que no conocía. Era demasiado profundo. Solo sabía que por primera vez en su vida le invadió el miedo. No era el miedo a la derrota o a la muerte. Esos los conocía. Este temor era más hondo. Como si todo aquel juicio De Dios apuntase al centro íntimo de su ser.

Luego todo quedó en nada, tras una borrachera, una estúpida promesa y el baile de Salomé. Le costó matarlo, porque su temor era real. Pero después de hacerlo le pareció que nada ya podría amenazar su vida. Pero cuando «se enteró lo que pasaba sobre Jesús» se turbó: «A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas?». Le daba vueltas, «no sabía a qué atenerse» y «tenía ganas de verlo». En el fondo deseaba volver a sentir aquel hondo temor. Después de todo, seguía esperando que su vida fuera mucho más que aquellas fiestas y aquel mangoneo político. Si la ira de Dios podía apuntar a su corazón, es porque quizá era algo más que lo que él había hecho de ella.