A Dios lo que es de Dios
Esta iniciativa tiene una honda raigambre, dado que el mismo Buda ya proponía a sus monjes que cosieran su ropa a partir de los despojos de los cementerios. Es de sentido común reciclar, reutilizar y reducir el consumo
No cabe ninguna duda: es una obligación de conciencia y una causa noble cuidar la casa común y recuperar los vínculos con la tierra y con la corporeidad que el mundo virtual nos ha extirpado. La iniciativa que les presento es una modernez, sí, al mirarla de lejos. Pero, de cerca, se diría que hunde sus raíces en el budismo primitivo. El mismo Buda, hace 2.600 años, proponía a sus monjes que cosieran su ropa a partir de los despojos de los cementerios, supongo que por alguna versión oriental de la virtud de la pobreza. La terna dosmiltreintista (reduce, reuse, recycle) es de sentido común, tan antigua como el mundo. Que le pregunten a la generación que se crió en la posguerra.
El de la foto es Phra Mahapranom Dhammalangaro, el abad del templo de Wat Chak Daeng, que se encuentra en la provincia de Samut Prakan, en Tailandia. Los templos budistas subsisten principalmente de las limosnas de sus fieles. En Wat Chak Daeng, los monjes reciben en su lugar botellas de plástico que luego procesan y convierten en sus inconfundibles túnicas de color azafrán. El abad declaró al blog de Sacred Groves, una plataforma ecologista, que «tenemos que limpiar la basura material así como la del cerebro, y luego encontraremos la verdadera felicidad». Algo de eso debe haber.
Supongo que una parte de mí es «un señor contra la Agenda 2030», como me dijo una amiga. Ese ambicioso proyecto cultural tiene graves problemas desde su raíz para que uno pueda aplaudirla. El más hondo, en mi opinión, es que usa una dinámica religiosa sin ser tal cosa. Y, como sostenía el filósofo Higinio Marín en una conferencia de la ACdP, «una religión sin perdón y sin salvación […] deviene en rigorismo moralista».
Este inciso no quita que muchos de los objetivos particulares de la Agenda 2030, gestionados con sentido común por personas capacitadas puedan ser y sean, de hecho, muy deseables para todos. ¿Quién no quiere acabar con el hambre en el mundo, como las Miss Universo de las películas de los 90? ¿Quién cree que es bueno contaminar el planeta hasta hacerlo invivible? Lo que resulta cómico (o trágico, según se mire) es la disposición de las prioridades. En jerga católica diríamos que es un pecado dar al César lo que es de Dios y viceversa. Si yo me despreocupo de alimentar a mi hija por ir a limpiar el río, mal. Si una empresa dedica más esfuerzos a que su negocio sea sostenible que a que sea, en efecto, un negocio, está cometiendo una grave negligencia con sus empleados. El alcalde que gasta más en luces LED que en cheques comedor es un irresponsable. Y la religión que, en vez de hablar de Dios, nos cuenta cuentos sobre la Pachamama… en fin, aquello tiene los días contados.
No quiero resultar cínico: en Tailandia —un país de 71 millones de habitantes que está en la lista de los más contaminantes del mundo— el problema de la basura alcanza límites insospechados. ¡Se ahogan de plástico! Eso es injusto —entre otras cosas porque suelen pagarlo los más pobres— y, además, una guarrada.
Me parece una idea maravillosa convertir toneladas de plástico que acababan en el río o quemadas en ropa que puedan utilizar los monjes de Wat Chak Daeng, siempre y cuando no se olvide que cuidar la tierra es, sobre todo, cuidar a sus habitantes. Por eso espero que este templo y todos los que se apuntan a la bandera verde sepan, antes que nada, proteger los bienes para los que existen: cultivar la vida espiritual de la gente, que tiene mucho que ver con su felicidad.