La unidad entre la cruz y la gloria
II Domingo de Cuaresma
Con frecuencia se nos presenta la vida como un camino de lucha, en el que no está ausente la renuncia, el sufrimiento o el dolor. En el cristiano, esa dificultad puede encontrar sentido mirando a la cruz de Cristo. Sin embargo, no es este el mensaje predominante del Evangelio. Prueba de ello es el pasaje que hoy tenemos ante nosotros. Como si de repente la cruz desapareciera del horizonte, Jesús aparece transfigurado ante tres de sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. ¿Qué sentido tiene, pues, este episodio en la primera parte de la Cuaresma? ¿No sería más indicado omitir las referencias a la gloria durante este período de penitencia? La respuesta a estos interrogantes está en que, en primer lugar, el ritmo de la Cuaresma no nos está ocultando nada del camino del Señor hacia la cruz. Pero, con todo, trata de situarlo en el conjunto del Misterio Pascual que nos preparamos a conmemorar. Si en el primer domingo el Evangelio nos presentaba a Jesús sufriendo la lucha de las tentaciones en el desierto, ahora estamos ante la luz del cuerpo del Señor transfigurado. Si hace ocho días nos fijábamos en la cruz, ahora nuestra mirada se dirige hacia la Resurrección y la gloria del Señor. En dos domingos se nos presenta el acontecimiento pascual, el paso de la muerte a la vida, a modo de estructura de la vida cristiana. Dado que forma una unidad en la fe, ha de presentarse también como un conjunto coherente en la liturgia.
El monte, lugar de la presencia de Dios
Como ocurre con frecuencia en el Evangelio, al ser plenitud de la Antigua Alianza, detectamos algunos elementos que manifiestan cierta continuidad con el Antiguo Testamento. En primer lugar, el monte como lugar de la presencia de Dios. En la mayoría de las religiones este enclave es considerado como el punto en el que el cielo toca la tierra. En la Antigüedad cada país tenía su montaña santa y la Biblia no es ajena a este pensamiento. No cabe duda, por lo tanto, de que la montaña es un sitio privilegiado para percibir la cercanía con Dios. Las Escrituras hacen constar que allí Dios se revela o recibe el culto de los hombres. Asimismo, nos remite a la salvación al fin de los tiempos, cuando todas las naciones acudirán al monte Sión. Junto con los apóstoles, se aparecen Moisés y Elías. No es casualidad, ya que ellos gozaron también de la revelación de Dios en lo alto de una montaña.
La novedad de la manifestación de Jesús
No obstante, hay varias diferencias entre estas revelaciones y la de ahora. En primer lugar, Jesús no recibe ninguna revelación: son los apóstoles quienes la reciben en Jesús. Con ello queda patente que para conocer al Padre es necesario conocer a Cristo. Él es ahora el verdadero profeta. Esto se muestra en la voz que se oye desde la nube: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco». Y continúa: «Escuchadlo». El libro del Deuteronomio lo había vaticinado en este versículo: «El Señor tu Dios suscitará en medio de tus hermanos un profeta como yo; a él lo escucharéis» (Dt 18, 15). En segundo lugar, a diferencia de otras revelaciones, Jesús no recibe ninguna misión. Ahora son los apóstoles los que reciben el mandato de Dios de escuchar a Jesucristo. A través de esta palabra comprendemos que la voluntad de Dios es la escucha y profundización en las enseñanzas del Señor.
Tras la subida y la escena del monte, los discípulos han de volver a la realidad. Es una manera de comprender que aunque conozcamos el final triunfante del camino y hayamos visto el esplendor de su gloria, no existe otro medio para alcanzarla más que la pasión y la cruz. Jesús quiere enseñarnos la gloria, pero también que no podemos aceptar la gloria sin aceptar el camino que lleva a ella.
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».