La universidad es algo más que formar profesionales competentes
A la sociedad contemporánea le trae al pairo la cuestión de la vida buena. La liquidez de sus planteamientos desemboca en una incapacidad manifiesta para abordar la pregunta última por el sentido. Con ir tirando tenemos bastante
En el ágora griega solo el hombre justo estaba preparado para ser feliz. A la sociedad contemporánea, de plazas públicas que transitan entre los muros de Facebook y las etiquetas de Twitter, le sigue preocupando la justicia, pero le trae al pairo la cuestión de la vida buena, sin darse cuenta de que es la vida lograda el fundamento de todo lo que ansía. Así, aunque se esfuerce, la liquidez de sus planteamientos desemboca en una incapacidad manifiesta para abordar la pregunta última por el sentido. Con ir tirando, con apuntar hacia una vida posible tenemos bastante.
Ese mediocre horizonte se traslada a las más diversas realidades en las que el hombre vive a diario. La universidad no escapa al drama y, en términos generales, hace tiempo que hizo dejación de su originaria naturaleza, según la cual (no es casual que fuera la Iglesia quien la promoviera) está llamada a buscar la verdad propia de la persona humana. Una verdad hacia la que no es posible ni siquiera ponerse en camino, si a priori ya se aparta la pregunta por la vida buena y nos limitamos a considerar solo aquello que nos es exigible para convivir mínimamente en una sociedad plural. En consecuencia, se nos pedirá como mucho que formemos profesionales competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada momento. Punto final.
Esa concepción utilitarista de la educación no incluye, sin embargo, que nos preocupemos por la persona, que la pongamos en el centro de nuestro quehacer, que cultivemos la amistad y colaboración desinteresada con otros colegas de profesión, que derribemos los sólidos muros interdepartamentales y pensemos juntos en qué nos podemos ayudar los de Comunicación y los de Derecho, o los de Medicina y los de Humanidades. Si la pregunta por el bien, la verdad y la belleza (o sea, por la vida buena), brilla por su ausencia, tampoco se nos puede exigir que pongamos encima de la mesa los deberes (ay, palabra maldita) hacia uno mismo y hacia los demás.
Hacia uno mismo, porque eso entra en el territorio de la vida privada, y yo al universitario le puedo pedir las cuentas de su vida pública que hayamos firmado en el contrato. Nada más. Y en cuanto a los deberes exigibles hacia los demás, ni palabra, porque, ¿cómo voy a obligar a un universitario a que se preocupe por el otro, incluso hasta el punto de que lo haga gratis et amore? El complejo que esconde en el cajón a la vida buena me atenaza y me permite como mucho un suerte de altruismo con el que está al lado (hasta incluso con el pariente, si el nepotismo no es muy descarado) o un altruismo de cooperación en el que yo te doy siempre que tú tengas algo que darme. Pero claro, este planteamiento descarta al que no tiene nada que ofrecer en el intercambio.
La invitación del Papa Benedicto
Benedicto XVI ha abordado en su magisterio la solución a la encrucijada. En su inolvidable discurso en El Escorial, durante la JMJ de 2011, nos dejó los cimientos para construir la universidad del futuro: «Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano».
Desde la Universidad Francisco de Vitoria queremos poner una humilde piedra en ese original edificio. La universidad a la que estamos llamados, la del futuro (que precisamente bebe en las fuentes de su más insigne pasado) es capaz de abrirse, lo lleva en su ADN y es capaz de mostrar a todos el ideal que encarna, sometido y desvirtuado a menudo por ideologías cerradas al diálogo racional y por la lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor. Por todo ello, en colaboración con la Fundación vaticana Joseph Ratzinger acabamos de poner en marcha la primera edición de los Premios Razón Abierta. Buscamos docentes e investigadores que, desde las más diversas áreas del conocimiento, quieran ponerse en camino con nosotros. Hay plazo para presentar trabajos hasta el 30 de abril y hay 100.000 euros en premios (premiosrazonabierta.org). Lo hacemos a contracorriente, convencidos de que no debemos hurtarnos ninguna pregunta fundamental de nuestra existencia. Mucho menos en la universidad, que nació por y para ello, y en ello mismo se está jugando su futuro.