La imagen de Dios
XXIX Domingo del tiempo ordinario
Jesús, una vez más, habla sin doblez y con autoridad con aquellos que pretenden tenderle una trampa nada sutil y que terminarán por entregarle a la muerte. Es curiosa la alabanza que recibe por parte de sus interlocutores cuando le plantean el problema. Sus palabras describen a la perfección quién es Jesús y lo que está haciendo: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad…, y no miras lo que la gente sea». Lo lastimoso es que esta certera descripción no traspasa el corazón de quienes la pronuncian. Su deseo no es conocer esa verdad que Jesús enseña. Su intención es otra. Parece que conocen bien a Jesús, podríamos decir que la teoría se la saben, pero lo curioso es que ese conocimiento no incide lo más mínimo en ellos. No dejan que entre en sus vidas.
Si nos paramos a pensarlo, el contexto cultural en el que nos movemos actúa de forma parecida. Incluso, en ocasiones, los propios cristianos podemos caer en la misma tentación. Decimos conocer perfectamente a Dios, tanto que intentamos encasillarlo y pretendemos reducirlo hasta el punto de ser nosotros quienes lo dominemos, impidiéndole que nos sorprenda. Nuestro problema, y el problema de nuestro entorno cultural, es el mismo que encuentran los protagonistas del Evangelio: que el Señor rompe barreras y hace vivo y eficaz aquello que pretendía ser una bella e inocua descripción teórica. Él sí que recorre el camino que va de la teoría a la vida.
En este contexto, no deja de ser curiosa la actitud de los que quieren comprometerle con una pregunta envenenada. Su intención es introducir a Jesús en un intrincado debate político y pedirle que se decante a la hora de dar una solución. Ellos saben que, de acuerdo a la pregunta planteada, diga lo que diga le va a ser complicado escapar al ardid que le han tendido. Si dice que hay que pagar el impuesto, se sitúa frente a los esfuerzos del pueblo elegido por liberarse políticamente de la dominación romana. Si su respuesta es negativa, se convierte en un rebelde contra la autoridad del Imperio. Parece que la situación del país, y en el plano en que se plantea la cuestión, no deja espacio a una tercera vía. Pero Jesús no se deja encerrar en el plano político sin más. Lo trasciende. La respuesta que da a aquellos hombres es brillante y vibrante. No se sale por la tangente, sino que les comunica un mensaje que está a la altura de la alabanza que le habían dedicado.
El juego de palabras de Jesús es audaz: ¿De quién es la cara de la moneda? Pues pagadle al César lo suyo. Y ahí es donde entra la segunda parte de la afirmación: Pero dad a Dios lo que es de Dios. Si intentamos completar el razonamiento de Jesús, es importante analizar qué o quién contiene la imagen de Dios. Y basta recordar el relato de la creación del hombre en el libro del Génesis para caer en la cuenta de que es el hombre el que está creado a imagen y semejanza de Dios, con todas las irrenunciables consecuencias que esa afirmación conlleva.
La solución que propone Jesús rompe cualquier expectativa. No sólo sale del atolladero que le han planteado, sino que les anuncia la Buena Noticia: si estamos creados a imagen de Dios, nuestra existencia debe aspirar a entregarnos a Él. Ése es, entonces y siempre, el camino auténtico que lleva a la felicidad. Y de ello debemos ser los creyentes testigos, a pesar de las dificultades que puedan surgir.
En aquel tiempo, los fariseos se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron:
«Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?».
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto».
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?». Le respondieron: «Del César».
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios».