Amoris laetitia y el canon noveno del Concilio de Elvira
En un contexto de gran rigorismo moral y dogmático, el Concilio de Elvira (siglo IV) habla no solo de dispensación para la prohibición general de acceso a la Eucaristía a personas en estado de pecado mortal, sino incluso de «obligación» a dispensársela en determinadas circunstancias
La resaca de la publicación de la exhortación apostólica Amoris laetitia está siendo intensa. Muchos cristianos se han alarmado por lo que consideran un alejamiento respecto a aspectos fundamentales de la disciplina y de la doctrina cristianas del matrimonio. Con diversidad de tonos y expresiones, en muchos ha crecido la sensación de zozobra, de vértigo ante lo que se vive como una grieta que amenaza con arruinar el edificio doctrinal de la Iglesia, cuando no como una quiebra de la unidad de la fe. Se habla así, con desusada desenvoltura, de amenaza y hasta de cisma, y no falta quien compara la situación generada por Francisco con la crisis arriana. Al calor de este desconcierto han tomado cuerpo diversas iniciativas: filial súplica; declaración de fidelidad a la enseñanza de la Iglesia; dudas con petición de aclaración; cartas abiertas al Papa alertándole del peligro de las interpretaciones de sus palabras, etcétera.
Me propongo aquí solo ofrecer una ojeada retrospectiva a una época concreta de la disciplina eclesiástica para, estudiando los paralelismos con la praxis de Amoris laetitia, contribuir a aquilatar los reparos frente a este documento. Me fijaré en las actas del Concilio de Elvira, la fuente canónica más antigua sobre el matrimonio.
La regla y la excepción
El sínodo iliberitano se celebró a comienzos del siglo IV. Hasta nosotros han llegado 81 cánones atribuidos a esta asamblea, todos de carácter disciplinar. A pesar de tratarse de un sínodo territorial, Denzinger asocia cinco de esos cánones al magisterio universal. Son auténticos monumenta majorum, documentos disciplinares particularmente significativos sobre los que nunca se ha planteado objeción dogmática.
Conviene no perder de vista el contexto, rigorista, que influye en la redacción de los cánones del Concilio de Elvira. Una gran parte de los cánones sancionan infracciones con la privación total y permanente de la comunión sacramental, nec in finem, ni siquiera en el momento de la muerte. Sin embargo, ninguno de los cinco cánones que Denzinger asocia al magisterio universal conlleva ese terrible castigo. Hay dos cánones que tratan del caso de la mujer que, viviendo aún su marido, lo abandona y se casa con otro. Uno, el canon octavo, se refiere a la que lo abandona sin mediar causa antecedente (nulla praecedente causa); el otro –el noveno– trata de la mujer que abandona al marido que, previamente, le había sido infiel (adulterus maritus). Para el primer caso, el Concilio prevé la tremenda pena de la prohibición de recibir la comunión incluso en el lecho de muerte. Pero el canon 9 –recogido, este sí, por Denzinger– dice así: «A la mujer cristiana que haya abandonado al marido cristiano adúltero y se casa con otro [quiere casarse con otro], prohíbasele casarse; si se hubiere casado, que no reciba la comunión antes de que hubiere muerto el marido abandonado; a no ser que la necesidad de enfermedad forzare a dársela [nisi forte necessitas infirmitatis dare compulerit]».
Dentro del marco de extrema severidad del Concilio de Elvira advertimos la excepcionalidad del canon noveno. Establece una regla y una excepción. La regla es la de que, mientras viva el marido abandonado, la mujer no reciba la comunión. Pero la excepción es, o puede ser, desusadamente amplia: «Salvo que la necesidad de la enfermedad forzare a dársela». Podría pensarse que, por simetría con el canon octavo, la enfermedad que menciona el noveno debiera suponer la proximidad de un peligro mortal para la mujer. Pero esa interpretación no parece sostenible. Si nos fijamos en todos los demás cánones penales de Elvira, siempre que estos se refieren a la comunión, negada o permitida, en el momento de la muerte del reo este trance es nombrado siempre como «el fin». Esos cánones recurren, sin excepción, a las mismas fórmulas (c. XVII: «Placuit nec in finem eis dandam esse communionem»; c. X: «Placuit in finem huiusmodi dare communionem»; c. XIII : «Placuit eas in finem communionem accipere debere», etc.). De modo que entonces no parece que «enfermedad» sea aquí la mejor traducción para «infirmitas», palabra que significa genéricamente endeblez, debilidad o, literalmente, falta de firmeza. El canon –aparentemente, en atención a la excepción recogida en Mateo 5, 32– introduce una regla prudencial que obliga, ante la flaqueza de la mujer adúltera, a darle la comunión en razón de su misma debilidad que, física o no, redunda en una debilidad moral.
«Alimento para los débiles»
El canon 9, como no podía ser de otro modo, condena el adulterio y presupone que la mujer que lo ha cometido se encuentra en lo que ahora llamaríamos contradicción objetiva de la ley de Dios. Y, sin embargo, en aquella época de gran rigorismo moral, la Iglesia entendió que había circunstancias en las que, a pesar de darse una situación objetiva de pecado, en atención a la infirmitas de la fiel, resultaba no ya lícito sino obligatorio (compulo) administrarle la comunión. Lo cual nos hace inferir que, en ese caso, se entendía posible que, en una situación objetiva de pecado, pudiera darse una suficiente disposición subjetiva para una recepción beneficiosa de la comunión.
En un período muy significativo de la historia de la Iglesia, particularmente estricto y caracterizado por un intenso celo dogmático, la Iglesia en España mantuvo unidas –para ciertos casos– la afirmación solemne de la verdad dogmática sobre el matrimonio, la severa penalización para los transgresores, y la previsión de que la aplicación de la pena (la prohibición de comulgar) en algunos casos no solo pudiera, sino que debiera ser suspendida.
No es difícil detectar las diferencias entre la formulación y el tono de la disciplina de Elvira y la que recoge Amoris laetitia (en concreto, en su nota 351). Sin embargo, tampoco hace falta demasiada perspicacia para comprender las similitudes entre ellas. Recordemos qué dice exactamente la disputada nota 351: «En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos. Por eso, “a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor”… Igualmente destaco que la Eucaristía “no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles”».
Salvo mejor interpretación y dejando a un lado la particularidad de los diferentes casos que tratan uno y otro, el canon 9 de Elvira hace un tratamiento semejante de la comunión al que realiza la nota 351 de Amoris laetitia. En ambos textos la comunión no es tratada como un «premio» para los que han observado la ley, sino «como remedio y alimento para los débiles». Que los «débiles» en uno y otro contexto no coincidan estrictamente nada hace al problema de fondo: la posibilidad o imposibilidad absoluta de recibir legítima y proficuamente la comunión en una situación objetiva de contravención de la ley divina (la que exige la fidelidad al matrimonio cristiano). En ambos textos se exalta sin matices la vigencia de la doctrina cristiana sobre el matrimonio (cfr. Al 307: «De ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza…»). En ambos casos se advierte de alguna situación práctica en la que conviene no aplicar la prohibición general de acceder al sacramento de la Eucaristía en estado de pecado mortal objetivo. En el caso de Elvira la dispensación va incluso más allá que en Amoris laetitia, que se limita a indicar la eventualidad de que el acceso a los sacramentos resulte una ayuda en estos casos. El sínodo de Elvira habla de la «obligación» de dar la comunión en razón de la «debilidad».
Hasta aquí el examen de un momento particular de la historia de la disciplina de la Iglesia. Todo apunta a que existen analogías entre el modo de tratar en Elvira el problema de un tipo particular de adúlteras en relación a la comunión sacramental y la puerta que parece abrir la nota 351. Que esta última no se limite a los pocos casos que el canon 9 del concilio tenía en mente nada hace al problema teológico sacramental –respecto del Matrimonio, de la Eucaristía, de la Penitencia– que suscitan uno y otro texto. Una y la misma es la dificultad en ambos casos. Esa dificultad reclama un desarrollo y un esclarecimiento estrictamente teológicos y no entro aquí en esa tarea pero, como reza el viejo adagio filosófico, «si algo ha sido, su misma existencia es prueba de que es posible». Quien vea objetable la disciplina de Amoris laetitia que vea cómo puede salvar la del canon 9, regla que a la que nunca la sede de Pedro, ni el Santo Oficio, ni teólogo alguno entendió objetable. Si alguien cree que el estado de la cuestión, sobre este punto particular, es otro, espero que no desdeñe dar una explicación satisfactoria a lo que acabo de exponer, con el solo propósito de contribuir a la paz en la Iglesia.