Padre y pastor, ¡en ese orden!
Como padre y pastor de la Iglesia en Madrid, don Antonio ha tenido, en todo momento, a sus primeros colaboradores, los sacerdotes, en el primer lugar de su amor y de su solicitud pastorales. Buen testimonio de ello dan, en esta página, dos de ellos, un joven párroco de la capital, también arcipreste, y un ordenado este mismo año, ingeniero de telecomunicaciones, a quien el señor cardenal ha nombrado Subdelegado diocesano de Misiones:
Como a un padre, al que quieres, sobre todo, por lo que es y por lo que representa para ti, y no sólo porque estés de acuerdo con él en sus planteamientos, así he querido y quiero a don Antonio: como un hijo. Y es que sé que ha sido la providencia de Dios la que ha hecho que mi vocación sacerdotal se gestara y se realizara en el tiempo en que don Antonio ha sido arzobispo de la diócesis de Madrid.
El primer año de su pontificado fue también el de los primeros pasos en mi camino vocacional. Terminaba entonces el segundo año de universidad y Dios me sorprendió con la llamada a salir de mí y de la casa de mis padres para ir a la tierra que Él me iba a mostrar: el sacerdocio.
Durante mis siete años de formación, don Antonio marcó, con su impronta personalísima, la línea educativa de la Facultad de Teología de San Dámaso y del Seminario y, sobre todo, los objetivos de la pastoral juvenil, que era a lo que me entregaba, primordialmente, en esos años de formación: la JMJ del 97 en París, el Camino de Santiago en el Año Santo Jacobeo de 1999, el Jubileo de los Jóvenes del año 2000 en Roma, la JMJ del 2002 en Toronto y, como colofón, un regalo inolvidable: la Vigilia con san Juan Pablo II el 3 de mayo de 2003, ocho días antes de mi ordenación sacerdotal. Poder dar testimonio ante esa multitud de jóvenes reunidos en Cuatro Vientos y dirigirme personalmente al santo que más ha marcado mi vida fue un regalo que llevaba la marca de mi obispo, don Antonio, en el remite.
Con tan sólo treinta años, y de éstos sólo tres de ministerio a mis espaldas, quiso don Antonio nombrarme administrador de la parroquia de San Germán, a la que me había enviado al salir del Seminario. Pero aún tuvo para mí un gesto de mayor amor, al nombrarme párroco un año más tarde. Experimenté entonces la confianza del padre, que es, indiscutiblemente, la que hace crecer al hijo. Pude constatar que es la libertad que le regala el padre al hijo la que le hace responsable. La misión que don Antonio me encomendó es, ni más ni menos, el sentido de mi vida.
Desde entonces, no tengo que buscar otra cosa, porque ya lo he encontrado todo. He encontrado el para qué, que en realidad es un para quién, de mi vida. Don Antonio me ha señalado mi parte, me ha confiado una tierra, me ha enterrado, como una semilla de trigo en un surco, para que mi vida se gaste pro eis, para que tengan vida. ¡Cómo no estar agradecido a quien te ha confiado lo que más quiere y te lo ha entregado como esposa para ti!
Don Antonio sabía bien lo que hacía: me liberaba atándome, me encumbraba en una cruz, me hacía grande poniéndome el último y al servicio de todos. Es cierto: no hay nada como sentir en tu espalda el yugo del amor, el peso de la oveja amada sobre tus hombros de pastorcillo, para empezar a entender el milagro de ser sacerdote.
Desde entonces, han pasado ya ocho años, los más felices de mi vida.
Gracias, don Antonio, por enseñarme a ser padre. Gracias, don Antonio, por enseñarme a ser pastor.
Enrique González Torres
Era un 27 de agosto del año 2006, trabajaba como ingeniero de telecomunicaciones en Londres, cuando tuve mi primera conversión consciente a Cristo. Desde entonces, ha resonado en mí la frase de Rm 8, 28: «Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien», y en ese todo les sirve para el bien, incluyo la totalidad de estos ocho años, sin dejar nada, bueno o malo, sufrimiento o gozo. Estar con Cristo me ha permitido vivir todo, lo favorable y adverso, plenamente, en paz y alegre. En este sentido, quiero dar mi primer motivo de agradecimiento a don Antonio María Rauco, que ha sido mi obispo durante siete de esos ocho años. No hay nada que quisiera quitar de este tiempo vivido con él en Cristo, y por ello quiero darle las gracias.
En segundo lugar, quiero agradecerle el que haya sido instrumento del Señor para que el tres de mayo de 2014 fuera ordenado sacerdote de Jesucristo por la gracia de Dios. Sin duda, es el mayor regalo que he recibido de don Antonio María. Ser sacerdote de Jesucristo para siempre me llena de gozo cada día, especialmente al ver cómo el amor de Dios pasa a través mío para dárselo a cada persona que me encuentro. Ninguna palabra podría describir el simple roce del amor de Dios que uno experimenta en la Confesión. La sobreabundancia del querer a alguien en Cristo, es con mucha diferencia mayor que cualquier pecado o falta de amor cometida, y me hace feliz cada vez que Jesucristo da su amor por medio de mi persona.
Por último, querría agradecer a don Antonio María el tener como fondo de toda mi actuación personal y sacerdotal el querer a las personas. Recuerdo una cena con él en el Seminario, ¡cómo manifestó el dolor de que hubiera personas en Madrid que no se hubieran encontrado aún con Jesucristo! Esa manifestación reflejaba el dolor de un padre que veía y sabía cómo sus hijos sufren, porque fuera de Cristo se sufre mucho, la vida tiene un sentido efímero y no se vive sino que se sobrevive. Cualquiera que se haya encontrado con Cristo, que sepa existencialmente cómo Cristo le ama personalmente, sabe que, fuera de Él, nada tiene sentido y uno lo pasa mal aunque tenga éxito profesional y familiar a ojos del mundo. Don Antonio María reflejó ese dolor de padre, y a mí me lo transmitió, al igual que han hecho otros sacerdotes que están unidos al Señor y que Él me ha puesto en mi camino. Por todo ello, ¡gracias, don Antonio!