Les cuento la anécdota que precede a este comentario. Folio en blanco y, por delante, varios caracteres para escribir. El tema está claro: una cena de Navidad, solidaria, para los más necesitados, preparada por estrellas de la cocina y servida por voluntarios. Todo es bueno… de hecho, todo es demasiado bueno.
La terrible deformación profesional me empuja a buscar el lado polémico, casi oscuro de la noticia. ¿Quién gana, quién se anuncia? Ese punto de escepticismo al que parece obligado recurrir para convencerte de que nadie te da gato por liebre. Y entonces empiezo a mirar las imágenes. Caras sonrientes. Abrazos. 800 personas disfrutando de una cena especial, acompañadas. Y niños, hasta 150 niños. Y me doy cuenta de lo patética que resulta esa búsqueda mía. Me doy cuenta de que, a veces, la vida es sencilla y que buscar oscuridad en medio de la luz resulta, además de patético, inútil.
La iniciativa Te invito a cenar, celebrada este domingo por cuarto año consecutivo, ha conseguido, en unas pocas horas, llevar alegría a más de 800 personas necesitadas a las que, seguramente, lo de menos les ha parecido la riquísima comida que han disfrutado y lo de más, sentirse importantes, protagonistas, ser especiales durante un día. Te invito a cenar ha conseguido, también, ensanchar el corazón de las decenas de voluntarios que atendían a los especialísimos comensales y que, a buen seguro, pagarían si fuera necesario por repetir experiencia porque –eso es indudable– ayudar hace feliz.
Si noticias como la del tristemente célebre padre de Nadia –que pedía ayuda para su hija y al que hay que referirse ahora como presunto estafador– pueden endurecer el alma humana, noches como la de este domingo deben servir para recuperar la fe en la tan contaminada palabra caridad.
Hay gente muy buena; hay luz en medio del sufrimiento y hay días del año en los que parece más necesario que nunca pensar en los demás. Hagámoslo. Y feliz y sencilla Navidad.