30 de junio: Santos protomártires romanos, las antorchas que iluminaron Roma
Algunos de los primeros mártires cristianos, compañeros de los apóstoles Pedro y Pablo, fueron untados con brea y quemados vivos para dar luz a las noches de la capital del Imperio romano
Una de las pruebas que ofrece la apologética a favor de la hipótesis cristiana es el hecho de que unos rudos hombres de campo, muchos sin letras —refiriéndose a los apóstoles—, lo dejaron todo para dar la vida por aquello que habían visto y vivido: si Aquel que conocieron no fuera la Verdad, no habrían dado ese paso hacia la muerte. Si eso fue así en el caso de los primeros amigos de Jesús, cuánto más lo es en aquellos que ni siquiera lo conocieron en vida, como aquellos ciudadanos de Roma que dieron fe a las palabras de Pedro y Pablo y acabaron siendo mártires como ellos.
Los santos protomártires romanos son un número desconocido de cristianos que fueron torturados hasta la muerte de la manera más cruel, después de que el emperador Nerón los acusara de provocar el incendio que devastó la capital del Imperio romano en el año 64. El origen de esta persecución fue el espectacular siniestro que empezó en la noche del 18 de julio y que duró seis días con sus seis noches en la zona del Circo Máximo. Cuando parecía ya extinguido, se desató otro foco de igual virulencia en el barrio Emiliano, en la finca del prefecto Ofonio Tigelino, uno de los hombres de confianza del emperador. En la retina de muchos pervive la escena de Quo vadis, en la que un genial Peter Ustinov toca la lira mientras ve la ciudad arder. Sin embargo, la responsabilidad de Nerón no está probada desde el punto de vista histórico.
Hay quien asegura que el emperador ordenó arrasar la ciudad para poder levantar encima su espectacular Domus Aurea, un complejo palaciego de más de 50 hectáreas lleno de lujos. Otros historiadores defienden la inocencia de Nerón y proclaman que incluso llegó a dar cobijo y alimento a los numerosos afectados por el incendio. Lo que nadie pone en duda es que acusó a los cristianos de haber provocado intencionadamente ese desastre. Ya fuera por desviar la atención de su propia responsabilidad o por la necesidad de encontrar un cabeza de turco, Nerón culpó a los cristianos. Ocho años antes expulsó de Roma a aquellos judíos «liderados por un tal Cresto», en palabras del historiador Suetonio. Todavía a las incipientes comunidades cristianas se las veía como una secta judía idólatra sin relación con los dioses paganos y hasta se las acusaba de canibalismo por comer el Cuerpo de Cristo.
La historia de estos mártires fue popularizada por el polaco Henryk Sienkiewicz en su novela Quo vadis, cuyo título recoge la tradición de la huida de Pedro ante la persecución de Nerón. En determinado momento, se cruzó con Cristo. «¿Adónde vas, Señor?», le dijo el apóstol. «Voy a ser crucificado en Roma de nuevo, porque mis discípulos me abandonan». Avergonzado, Pedro regresó a Roma para ser mártir.
En consecuencia, a los seguidores de Cristo se los consideraba entonces un desafío al orden establecido en el Imperio Romano por tener un sistema de creencias propio, distinto incluso al de su raigambre judía. Así, Suetonio los llega a denominar como «hombres llenos de supersticiones nuevas y maliciosas».
En ese ambiente de confusión e indignación por el incendio, cuenta el también historiador romano Tácito que «Nerón buscó rápidamente un culpable para librarse de la acusación e infringió las más exquisitas torturas sobre un grupo odiado por sus abominaciones, a los que el populacho llama cristianos». Se refiere también a la nueva fe como una «dañina superstición» que consiguió llegar a Roma, «donde todos los vicios y los males del mundo hallan su centro y se hacen populares». Dice Tácito que los soldados de Nerón arrestaron en primer lugar a quienes no renunciaron a su fe al ser preguntados. Las torturas hicieron el resto. Al final, una «inmensa multitud» fue presa para ser llevada a la muerte.
Todos ellos fueron ajusticiados en medio «variados tipos de mofas». Detalla Tácito que, «cubiertos con pieles de bestias, fueron despedazados por perros» hasta morir. Otros acabaron «crucificados o condenados a la hoguera», e incluso algunos fueron untados con brea y aceite y quemados como antorchas vivas «para servir de iluminación nocturna» a la ciudad.
El sacerdote y hagiógrafo Alban Butler se refiere en su Vidas de los santos a estos sucesos como la primera gran persecución de la historia contra los cristianos y dice que estos discípulos «sirvieron de espectáculo y diversión para el pueblo». Fueron, concluye, «primicia de los innumerables mártires con los que el Imperio romano pobló el cielo».