Juan Encío, con parálisis cerebral: «Pesa no sentirse realmente preferido por nadie»
Decir «todo pasa por algo» a quien sufre «puede herir más», dice este joven con parálisis cerebral, graduado en Trabajo Social. La primera edición de su libro sobre el dolor se agotó en un mes
—Ayúdenos a entender un poco su vida con parálisis cerebral: ¿qué le cuesta más y que lleva más fácilmente?
—Más que las grandes cosas, me pesan las pequeñas de cada día: tardar más en todo, depender de otros para cosas básicas, tener que anticipar siempre los tiempos. También la carga relacional: pedir ayuda constantemente, notar miradas raras, que decidan por ti. En cambio, cosas que otros dicen que no soportarían —operaciones, rehabilitación, necesidades de ayuda— yo las he ido integrando. Lo que más me duele no es mi cuerpo, sino sentirme rechazado, infantilizado o tratado como si mi vida valiera menos.
—En 2023 se graduó en Trabajo Social. ¿Qué tal en la universidad?
—Académicamente fue buena, pero nada fácil: hubo sensibilidad y adaptaciones, sí, pero la estructura universitaria sigue sin estar pensada para alguien que se mueve y escribe como yo. Puedo andar con limitaciones. Por la universidad iba en silla de ruedas y hasta el último año no hubo rampa en el comedor. Para las clases, me tenían que dar material en formato PDF que se pudiera reproducir en audio. Sin embargo, muchos profesores me daban fotocopias. Los exámenes los hacía con el ordenador y tenía un 50 % de tiempo más, pero yo necesitaba aún más para desarrollar las respuestas.
Además, sufrí bullying los cuatro años por ser cristiano: comentarios, burlas, aislamiento. Eso dolió especialmente en una carrera que habla tanto de inclusión. Aun así, fue un tiempo en el que se purificó mi fe y confirmé mi vocación.

—Ha fundado Cafarnaún, un grupo en el que conviven jóvenes con y sin discapacidad. ¿Cómo influye en la vida de fe tener una discapacidad y vivirla con otros que la comparten?
—Cafarnaún nace para que nuestra fragilidad no sea un problema, sino lugar de encuentro con Dios. La discapacidad hace que la experiencia de Dios sea muy concreta: cuando rezas desde un cuerpo que duele o no responde, las palabras dejan de ser teoría. Entre personas con discapacidad hay mucha libertad para decir «no puedo más», «estoy enfadado con Dios», y seguir buscándole juntos. Verlos agarrados a la fe en medio de historias duras sostiene muchísimo la esperanza.
—También acompaña retiros de Effetá, Bartimeo y Emaús. ¿Qué puede aportar desde su realidad?
—Mirar desde mi propia herida. No hablo del sufrimiento desde un libro, sino desde una vida donde el dolor, el rechazo y las crisis de fe son reales. Mi presencia recuerda que la fragilidad no es el final de la historia. Puedo decir a quien acompaño: «No sé exactamente lo tuyo, pero sé lo que es levantarse cada día con algo que pesa… y, aun así, ser amado por Dios».
—Sin embargo, sí ha escrito un libro, Desde el dolor a ti grito (Nueva Eva), en formato de cartas a un ficticio Ramón.
—Este libro surge de un momento de dolor muy grande y de un sentimiento de soledad importante. Un tío mío me animó a escribir. Ese sufrimiento no se reduce a la discapacidad. Me identifico con Ramón en otras cosas: el no sentirse elegido, el miedo a ser una carga, las heridas afectivas, la soledad, las crisis de fe. No hace falta tener discapacidad para sufrir, aunque el dolor de la discapacidad potencia otros. Yo también he vivido su mezcla de deseo de ser amado y miedo a no ser suficiente, incluso para Dios.

—¿Recoge también cruces de otros?
—Sí, aparecen algunas que he escuchado en muchos jóvenes: familias rotas, enfermedades, problemas de salud mental, adicciones, duelos. Pero lo que más nos hace sufrir hoy es la soledad y la sensación de no valer: no sentirse realmente mirado ni preferido por nadie y vivir bajo la presión constante de ser perfectos.
—¿Cómo es ese Dios que sale al encuentro precisamente en lo que nos duele?
—El Dios que he encontrado no es un mago que lo arregla todo ni un juez que manda pruebas, sino un Dios herido: con lágrimas, angustia, llagas. Está dentro de la historia, no fuera. Nos sostiene a través de personas concretas, de la comunidad, de los sacramentos, de la Palabra justa en el momento justo. A veces no quita el dolor, pero evita que tenga la última palabra y da sentido a lo que no entendemos.
—Critica los discursos bonitos pero vacíos ante esas realidades. ¿Se cuela ahí también un supuesto «Dios»?
—Sí, muchas veces usamos esa palabra para tapar el sufrimiento con frases hechas: «Todo pasa por algo», «Dios no te da más de lo que puedes soportar». Dichas sin escuchar, pueden herir más. Ese supuesto dios justifica todo y no deja espacio para la queja ni las lágrimas. No es el Dios de Jesús, que se deja tocar por los enfermos y llora con los que lloran. En el libro intento desenmascarar a ese falso dios y volver al Cristo que se queda, aunque no lo entendamos todo.
—La primera edición se agotó en poco más de un mes. ¿Le han llegado ecos?
—Sí, muchos. En general a todo el mundo le ha ayudado a vivir su dolor y ha ensanchado el corazón a mucha gente —sobre todo entre los hombres— o les ha enseñado a reconocer que ahí está Dios.