Necesitamos el Adviento para descubrir a Dios en lo que no entendemos - Alfa y Omega

Necesitamos el Adviento para descubrir a Dios en lo que no entendemos

Muchas veces pensamos que reconoceremos al Señor cuando nos dé sentido, cuando nos arregle la vida, cuando todo encaje y nos sintamos bien. Pero la Navidad nos corrige la mirada

Laura G. Alonso
El cardenal Cobo imparte la bendición con el Santísimo tras la adoración.
El cardenal Cobo imparte la bendición con el Santísimo tras la adoración. Foto: Jóvenes Madrid.

Catequesis de Adviento durante la vigilia Velad y Orad en la catedral de la Almudena. 12 de diciembre de 2025

Durante todo el tiempo de Adviento se nos educa el corazón para escuchar un anuncio que atravesó la noche de la primera Navidad. Un anuncio sencillo y desarmante, proclamado por los ángeles: «Os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor». Y la señal para reconocerlo no fue un prodigio del cielo ni una victoria espectacular, sino algo desconcertante: un niño acostado en un pesebre, envuelto en pañales.

Muchas veces pensamos que reconoceremos a Dios cuando nos dé sentido, cuando nos arregle la vida, cuando todo encaje y nos sintamos bien. Pero la Navidad nos corrige la mirada: la dirección para reconocer a Dios no es el éxito ni la comodidad, sino un niño frágil, un pesebre pobre, una humanidad desnuda.

Los ángeles —los que señalan el camino— saben bien que solemos mirar hacia arriba, al cielo, esperando a un Dios lejano y poderoso. Por eso nos cuesta tanto reconocer a este Dios tan humano. Nos cuesta aceptar que Dios se haga carne, historia, debilidad. Y por eso, año tras año, necesitamos el Adviento: para aprender a no mirar solo al cielo, sino a descubrir las señales de Dios en lo que nos duele, en lo que no nos gusta de nosotros, en lo que no entendemos.

Si queremos que este año sea realmente el año de nuestra Navidad, la primera pregunta que debemos hacernos es muy sencilla y muy exigente: ¿estamos dispuestos a reconocer a Dios tal como Él es, y no como nos gustaría que fuera? Solo quien desea reconocer de verdad a Dios está en disposición de descubrirlo de una manera nueva.

Preparando el Adviento

1. Como María

«En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible”. María contestó: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel se retiró» (Lucas 1, 26–38).

El Evangelio nos presenta a María en un momento decisivo. Un ángel entra en su vida con un saludo inesperado y una promesa imposible. María se turba, pregunta, no entiende… pero escucha. Ella no recibe un plan claro ni un calendario detallado; recibe una llamada a confiar.

Jóvenes en oración con sus lámparas.
Jóvenes en oración con sus lámparas. Foto: Jóvenes Madrid.

¿Queréis vivir el Adviento? ¿Queréis preparar la Navidad? Entonces hay que desear a Dios como lo deseaba María.

María no deseaba a Dios solo para ella. Ella creía que Dios iba a cumplir la promesa hecha a su pueblo, que el Mesías tenía que venir. Lo deseaba para todos. Veía la injusticia a su alrededor y, como cualquier israelita fiel, esperaba que Dios interviniera.

El Dios que ella esperaba —como lo esperaba todo su pueblo— era un Dios fuerte, poderoso, casi guerrero. Pero ese deseo se rompe cuando Dios irrumpe con un plan completamente distinto. Y, sin embargo, María cree aun cuando no hay más evidencia que un embarazo que irrumpe en su vida de forma misteriosa. Cree que el plan de Dios se realizará, aunque sus ojos no lo vean, aunque su cabeza no lo entienda.

Por eso, cuando el ángel le anuncia el plan, ella no dice: «Esto es imposible», sino: «¿Cómo será esto?». No es una negativa, es una pregunta llena de confianza. Es como quien está al final de la noche y sabe que el sol va a salir, aunque no sepa cuándo. María dice, en el fondo: «No lo veo, no lo entiendo, pero sé que Dios cumple su palabra».

Así se entiende el Adviento. No como el tiempo de ver todo resuelto, sino como el tiempo de saber —como María— que formamos parte del plan de Dios.

María mira a un niño indefenso y dice: «Este es Dios. El Creador del cielo y de la tierra, y yo tendré que enseñarle a hablar». Y se entregó a un plan que ella no controlaba ni llegaba a entender. Solo se fía.

Desde las noches y luces de María nos llega una pregunta inevitable: ¿crees tú que formas parte del plan de Dios? No para que todo se realice de golpe, sino para que la Navidad siga creciendo, para que Jesucristo —ese que deseas— siga naciendo en el mundo.

La primera manera de preparar el Adviento es esta: mirar a María y aprender a decir con la vida: «Dios va creciendo».

2. Como el pueblo de Israel

En Adviento nos acordamos de otro modelo para entender su significado: la deportación de Israel. Los babilonios invaden Jerusalén y dejan una ciudad asediada, deportan a la clase dirigente: arquitectos, profesores, políticos…

El pueblo de Israel conoce bien lo que es vivir lejos de casa. Babilonia había conquistado Jerusalén y había deportado a su gente más preparada. Al principio todo fue duro, pero con el tiempo la vida en Babilonia se vuelve cómoda, se enriquecen, rehacen su vida en la prosperidad y se van olvidando de sus raíces y de sus hermanos. Jerusalén, en cambio, se hundía cada día más. Solo la voz marginal del profeta llamaba a mantener la esperanza y a enfocar la mirada.

Hasta que un día, un rey extranjero, Ciro, firma un decreto: «El que quiera, que vuelva». Y, entonces, resuena de nuevo la voz del profeta: «Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—. Hablad al corazón de Jerusalén, proclamadle que se ha cumplido su servicio, que ha sido pagada su culpa, que ha recibido de la mano del Señor doble paga por todos sus pecados. Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor. Allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios. Que los valles se alcen, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor y todos juntos la verán, porque la boca del Señor ha hablado”» (Isaías 40, 1-5).

Volver significa dejar comodidades en momentos de crecimiento económico. Volver supone encajar que Dios usa medios extraños: un emperador pagano que ha causado el desastre al mismo pueblo. Volver a Jerusalén significaba tener que ponerse en marcha y atravesar el desierto, sin caminos, con carretas para llevar sus pertenencias, dejando atrás una vida más segura.

Los pobres de Jerusalén lo veían como la salvación que llegaba, pero para quienes venían les suponía hacer crisis y cambiar su imagen de Dios. ¿Cómo aceptar que Dios actuara a través de un rey pagano? ¿Cómo entender que el camino de Dios pasara por el esfuerzo, por el trabajo, por reconstruir ruinas? ¿Por qué este Dios les hacía mirar tan lejos, con lo bien que estaban ahora?

Jóvenes en oración.
Jóvenes en oración. Foto: Jóvenes Madrid.

Muchos se quedaron en Babilonia. No les interesaba marcharse. Se acomodaron. Y a ellos el profeta les dirá que se han vendido a dioses que no salvan.

El verdadero Adviento del pueblo de Israel fue atreverse a ponerse en marcha, descubrir a Dios en medio del desierto y trabajar para otros, para que todos pudieran volver a una Jerusalén pobre, pero viva.

El Adviento de esta gente cambió la imagen de Dios, como hizo María. Vieron a un Dios en medio del desierto y se pusieron a trabajar para otros, para que las carretas pasaran el desierto y fueran a una Jerusalén que estaba en ruinas y había que construir, aunque tuvieran que dejar la vida cómoda en Babilonia.

Preparar el Adviento hoy es sentirnos un poco como ese pueblo en Babilonia y escuchar a un Dios que nos dice: «Consolad a mi pueblo. Id donde hay gente que os necesita». Si no salimos, si no nos movemos, no entenderemos la Navidad.

¿Deseáis a Dios? El deseo de Dios abrió esta puerta. María lo hizo y dijo: «Hágase», aunque no lo veía. Y el pueblo de Israel tuvo que cambiar la imagen de Dios para ir a Jerusalén. Ahí aparece el Adviento.

3. Como José

«José, hijo de David, no temas acoger a María a tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1, 20–21). 

José recibe la noticia más desconcertante de su vida: María está embarazada. Y se queda solo con una pregunta: «¿A quién creo?».

Ese es el Adviento de José. No es una cuestión de ideas, sino de confianza. No es creer algo, sino creer a alguien.

José creyó a Dios… creyendo a María. Cambió su imagen de Dios porque se atrevió a acoger a alguien, aunque no lo entendiera del todo.

Y aquí la pregunta vuelve a ser personal: ¿a quién crees tú? Porque si no crees a nadie, si no acoges a nadie, nunca creerás de verdad a Dios.

José nos enseña también algo muy concreto: poner nombre. Poner nombre al niño. Poner nombre a lo que vivimos. Lo que no se nombra, no se cree. Por eso José es un maestro del Adviento.

Para terminar

Tres caminos para este Adviento: María, el pueblo de Israel y José. Los tres hicieron posible la Navidad porque no buscaron que se realizara su plan, sino el plan de Dios.

María reconoció a Dios en un niño. El pueblo de Israel reconoció a Dios en el trabajo que tenía por delante. José reconoció la voluntad de Dios en María.

La Navidad está mucho más cerca de lo que imaginas. No mires a otro lado. «Os ha nacido un Salvador… y esta es la señal: un pesebre, unos pañales, una madre». El resto es esperar que el plan de Dios se cumplirá. 

Hoy Jesús viene a prepararnos los ojos, el corazón y las manos. Viene a enseñarnos a allanar caminos y a reconstruir Jerusalén. Y tú tienes un lugar único en esta historia. Si no respondes, Él llamará a otra puerta.

En este rato de oración, miremos el día de hoy. Preguntémonos dónde hay un pesebre, un pañal, una vida frágil. Porque por ahí está viniendo Dios.

Vamos a encender nuestras lámparas. No es un gesto bonito sin más. Es una decisión. La luz no sirve para mirar desde lejos, sino para ver por dónde entra Dios. Cristo no llama con ruido. Golpea suave, como un niño, como un trabajo por hacer, como una persona concreta.

Esta llama nos recuerda tres caminos para este Adviento: como María, pídele ojos limpios para reconocer a Dios donde menos lo esperas: en lo pequeño, en lo frágil, en lo que no impresiona.

Como el pueblo de Israel, pídele manos disponibles para no huir del trabajo que te toca hoy: estudiar, perdonar, cuidar, construir, esperar.

Como José, pídele un corazón valiente para fiarte de Dios incluso cuando no lo entiendes todo, para acoger su voluntad en las personas que Él pone a tu lado.

Mientras sostienes esta luz, pregúntate en silencio: ¿por qué puerta está llamando hoy Jesús en mi vida? ¿Qué pesebre me cuesta mirar? ¿A qué miedo, a qué comodidad, a qué excusa me estoy aferrando?

La Navidad no es un recuerdo. Es una visita. Que esta llama no se quede aquí. No mires a otro lado. Enciende tu lámpara. Él está cerca.