Invitadlos a entrar
Antonio López ha hecho un trabajo excelente, muy original, fiel a la tradición, renovándola. No ha hecho una obra de arte, sino unas puertas para una catedral; unas inmensas planchas de bronce pensadas para abrirse y cerrarse, para ser atravesadas, para mostrar y ocultar. Todo eso está ahí, vivo. Si tienen ocasión, yo no dejaría de ir a verlas. Me conmueven: conectan con mi sensibilidad
De los enredos palaciegos no diré ni mu, porque ni los entiendo ni me interesan. La catedral de Burgos le encargó a Antonio López en 2019 unas puertas nuevas que, con su proverbial lentitud, el maestro hiperrealista ha terminado ahora. En el entreacto se filtraron unos bocetos que recibieron un rechazo masivo, trabas administrativas —que si se altera la fachada podría perder su titulín de la UNESCO— y críticas de diversa índole, desde su presupuesto millonario hasta su configuración estética. Las puertas han llegado a Burgos, pero no se instalarán, sino que se van a exponer en el museo catedralicio hasta nueva orden. La noticia, con todo, es muy buena: estamos discutiendo acaloradamente de arte sacro, muy en la línea de los tiempos que despuntan.
Uno de los aspectos más interesantes del proyecto —como, en general, del arte sacro— es que no son elementos decorativos, pero tampoco piezas de museo. La iconografía, o la imaginería, o como quieran llamar al arte hecho para rezar, tiene una misión específica a la que se subordina la forma. López ha hecho un trabajo excelente, muy original —relativo al origen—, fiel a la tradición, renovándola. No ha hecho una obra de arte, sino unas puertas para una catedral; unas inmensas planchas de bronce pensadas para abrirse y cerrarse, para ser atravesadas, para mostrar y ocultar.

Todo eso está ahí, vivo. Si tienen ocasión, yo no dejaría de ir a verlas. Me conmueven: conectan con mi sensibilidad. La puerta principal, la de Dios Padre, muestra la Creación a un mundo descreído. El inmenso rostro del Padre, difuminado. Una presencia imponente, una pregunta inaplazable. Y Adán y Eva en vaqueros mirándose con ese pasmo originario que se repite en cada pareja de enamorados desde que el mundo es mundo. Esa chispa divina. Entre ellos hay un pequeño texto («Y vio Dios que todo era bueno») que no deja de ser un alegato a la esperanza. También se mueven entre nuestros primeros padres algunos peces. El silencio oceánico, abisal, desde el que el ser humano puede buscar a Dios y, en realidad, también a sí mismo y a los demás. La puerta del Niño Jesús muestra la radicalidad de la Encarnación. Quizá a alguno le parezca excesivo un Dios tan de carne. El Evangelio, entonces, es excesivo. Dios jugando. Dios niño sosteniendo un manojo de espigas —que nos obliga a pensar en la Eucaristía—. «Esto es mi cuerpo». Dan ganas de llorar y ponerse de rodillas. En la puerta de la Anunciación, el ángel no se ve. María, casi niña, mira de frente al mundo. Al fondo hay un lirio.
Las puertas son una invitación a entrar al menos en tres sentidos. Primero, físico, naturalmente. Juegan también un papel catequético para el pueblo fiel, porque podemos profundizar, contemplándolas, en esos tres misterios. Y, en tercer lugar, invitan a entrar a los que están fuera. Tienen un sentido evangelizador. Los hombres y las mujeres de nuestro tiempo se preguntarán, al pasar por delante, quién es ese rostro misterioso que observa, quiénes esos dos enamorados, qué tiene ese niño que les resulta tan familiar, en quién clava la vista la adolescente del lirio. Hay un atractivo irresistible en el misterio, y el arte contemporáneo logra también hacerlo presente.