Dios ha hablado en la tierra, y el pueblo cristiano ha sembrado de lágrimas los caminos de la Historia. Bendito el que viene en el nombre del Señor: ésta fue la espontánea oración que oí a la Hermana Teresa, que no paró de llorar desde que el cardenal Protodiacono anunció a la Urbe y al mundo, a la Iglesia, el nombre de Pedro, Simon Bar Jona: Joseph Ratzinger.
Estábamos allí, con él, con Pedro. No nos habíamos ido desde que nos diera la bendición en la misa del lunes. El tiempo había pasado fugaz, se había escapado por las rendijas de la Historia. Una Historia que no se para, que progresa. Llevábamos unos días escrutando los designios de Dios, de la Providencia, en la Historia. Llegamos a saber con la fumata blanca, incluso, que teníamos un hombre, elegido por Dios, pero no sabíamos su nombre. Cuando apareció el humo, y cuando faltó a su cita el sonido de las campanas en los minutos iniciales, vi cómo el pueblo de Dios, la gente, los romanos, mayores, jóvenes, niños, corrían por la Vía del Ángel hacia la Plaza de San Pedro, transportados por la esperanza de un encuentro con quien seguro nos está esperando. Se masticaba el nervio, la tensión, en el ambiente. Era el ya, pero todavía no; la sorpresa de la novedad que siempre trae consigo algo inesperado. Aun cuando el nombre nos fuera familiar, nos sonó como si nunca lo hubiéramos escuchado. Habemus Papam, Joseph cardinalem Ratzinger. Entonces retumbó la Plaza de San Padro, y recordé que era el eco del aplauso, de más de dos minutos, que los fieles que asistían a la misa de inicio del Cónclave tributaron al entonces cardenal Decano del Colegio cardenalicio. Resonaba como un voto del pueblo de Dios en la urna de la Plaza de San Pedro.
Bendito el que viene en el nombre del Señor. Benedicto XVI no salió sólo a la logia principal de la basílica de San Pedro. Vino con san Agustín, con san Benito y con san Buenaventura. De san Agustín aprendió la Iglesia, el pueblo de Dios; de san Buenaventura recibió la teología de la Historia; y con san Benito anduvo por los caminos de la nueva evangelización. El primero que me dijo que le recordaba a san Benito fue Kiko Argüello, iniciador del Camino Neocatecumenal, que asistía atónito a lo que estaba ocurriendo en la Plaza de San Pedro: «Hermano, es un nuevo san Benito para Europa».
Cuando el Santo Padre se asomó a la logia, clavó en el mundo su mirada. Fue capaz de ofrecer algo que todos necesitamos: la seguridad de la fe. Pensé que esta noche la Iglesia, el mundo y los hombres podríamos ir a dormir tranquilos. Con sus manos recogía los deseos, las inseguridades, los anhelos y las esperanzas de los hombres. Los recogía y los llevaba compulsivamente a su corazón. Pensé que quería llevarnos a todos con él; que quería responder a nuestras preguntas y escuchar lo que le teníamos que decir. Pero lo principal fue su mirada. Cuando miraba a la plaza lo hacía como un padre mira a sus hijos; como un maestro de la fe, de la esperanza y de la caridad mira a sus discípulos, a quienes ha dado lo mejor de sí, a quienes ha enseñado el camino de la verdad y a quienes ha alertado sobre las trampas, los engaños y las apariencias.
Fue entonces cuando un grupo de jóvenes italianos comenzaron a entonar un Béne-detto, seguido de varios aplausos; un Béne-detto que sonaba a campo de fútbol, que sonaba a que los jóvenes habían entendido que ése era su Papa y que se sentían con él como con su mejor entrenador.
Llegó la palabra. Se notaba que no era una lección, que era la elocuencia de una vida al servicio de la Iglesia, que era una palabra, su palabra, la primera palabra. Ésa que todos recordamos. Su voz nos era familiar, sin duda. No había un antes y un después. Era la misma. Su voz, como su vida, ha sido una línea continua, un permanente progreso, una evolución. Entonces Ratzinger, ahora Benedicto XVI, es el mismo. Su voz era la misma, y -¡cómo no!- de ser bien nacidos es ser agradecidos.
«Queridos hermanos y hermanas -¡cómo sonaba la palabra hermano en boca de quien es ahora nuestro Padre!-: después del gran Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido, a mí, un sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor». Entonces me acordé de la leyenda del cardenal Ratzinger. ¿Cuál es? La del hombre humilde que gustaba todas la mañanas y todas las tardes de atravesar con una boina tedesca la Plaza de San Pedro, camino del Palacio de la Congregación para la Doctrina de la Fe, saludando a los que se encontraban en su camino. Siempre tenía una palabra, una pregunta y una respuesta. Si era un joven sacerdote, estudiante de las teologías más comunes o las más complicadas, el cardenal Ratzinger le solía hablar de los últimos autores en su materia. Si era una joven pareja, les preguntaba por lo que les unía: el amor. Si era un monseñor, intercambiaba con él algunas frases sobre su trabajo. Quizá porque, como dijo la santa de Ávila, humildad es andar en la verdad.
Cada palabra suya era absorbida por la ansiedad del corazón de todos los que estábamos en la Plaza. «Me consuela el hecho de que el Señor sepa trabajar y actuar incluso con un instrumento ineficaz». Se estaba definiendo: instrumento ineficaz, que, sin embargo, se acoge a nuestra oración. Entonces me fijé en sus manos, eran las de Pedro. Habían sostenido el timón de la verdad, del Evangelio, de la tradición viva de la Iglesia, en los momentos más duros, en las galernas mas inesperadas. La barca de Pedro; Benedicto XVI estaba asomado al puente de mando de la Iglesia y asía con fuerza el timón para que la navegación nos conduzca a buen puerto.
«En la gloria de Señor resucitado, confiados en su ayuda permanente, vayamos adelante»: ahí está la clave. Vayamos adelante. No podía ser de otro modo, de otra manera. La lógica de la fe, la lógica de la Iglesia, la lógica de la pedagogía de Dios nos llevaba, del No tengáis miedo, al Vayamos adelante. Y quien estaba a su lado, quien está a nuestro lado, quien camina con la Iglesia, es María, que está de nuestra parte.
Dios lo sabía y Dios lo quería y Dios le llamó. Cuando terminó de hablar, y los hombres que habitaban en el mundo, en el valle de lágrimas de la plaza mayor de la Humanidad, prorrumpieron, de nuevo, con un solemne aplauso, pensé en Pentecostés. La Iglesia nos había convocado a un nuevo Pentecostés en el inicio del tercer milenio. Habíamos asistido, como el mundo, al primer Cónclave televisado de la Historia, al Cónclave en el que se elegiría al sucesor de Pedro, de Pablo, de Juan Pablo. Y recordé cuando san Agustín, en el libro de la autobiografía de la Providencia divina que es La ciudad de Dios, se refirió a la grandeza de Roma como don divino: «Era poco su valer (el de los romanos) contra la costumbre de una ciudad que se había obligado a tan demoníacos ritos. Porque también ellos, aunque sentían que eran vanidades, pensaban que debía exhibirse el culto religioso que se debe a Dios, a la naturaleza de las cosas constituidas bajo el régimen y el imperio del único y verdadero Dios. Era necesario el auxilio del Dios verdadero, que envía hombres santos y verdaderamente piadosos, que, muriendo por la verdadera religión, hacen desaparecer las falsas de entre los vivientes».
Y recordé las noches que en mi vida había dedicado a leer los libros de Ratzinger. Y recordé que mi párroco me regaló Informe sobre la fe, porque le había hecho entender un poco más a la Iglesia cuando parecía que ni algunos de sus más preclaros hombres la entendían. Y recordé que la primera teología que estudiamos lo hicimos con la Introducción al cristianismo. Y recordé, sobre todo, la homilía del lunes por la mañana, que atraía la atención de los presentes, como si fuera un polo magnético que arrastrara con la fuerza de la fe el deseo de conocimiento de los hombres y el anhelo de felicidad. Pese a que no hacía más que limpiarse el sudor como si no quisiera que nada le enturbiara la mirada de lo que allí estaba ocurriendo, nos recordó, en su homilía, que la fe adulta no es una fe que sigue la onda de las modas y la última novedad: adulta y madura es una fe profundamente enraizada en la amistad de Cristo. La fe que crea en unidad se realiza en la caridad. El cardenal Ratzinger sabe que no hay fórmulas mágicas para la vida cristiana y, sin embargo, propuso una fórmula verdadera: hacer la verdad en la caridad. Recordó que, en Cristo, coinciden la verdad y la caridad.
Recordé que -ahora lo entiendo- nunca había visto a tantos sacerdotes, tantas religiosas, tantos fieles, ocultar su rostro, en cenáculo de oración, más que en aquella celebración litúrgica. Ocultar el rostro, proteger la intimidad de la Iglesia no significa vivir al margen de la realidad, ni escaparse con la fuga de la aceleración de la Historia. Se podía decir más alto, pero no más claro. Recordé, también, que la pequeña barca del pensamiento de no pocos cristianos se había visto agitada por las ondas del marxismo, del liberalismo, del libertinismo, del colectivismo, del individualismo radical, del misticismo religioso, y del relativismo, hoy combustible de una de las mas funestas dictaduras.
Bendito el que viene en el nombre del Señor. Dios ha hablado. Hemos conocido el don de Dios, el don de la unidad, de la verdad y de la caridad. Es, si cabe como siempre, el tiempo de la Iglesia.