13 de noviembre: san Bricio, el joven bravucón que despreciaba al santo que le acogió de huérfano - Alfa y Omega

13 de noviembre: san Bricio, el joven bravucón que despreciaba al santo que le acogió de huérfano

San Martín de Tours le dio techo, comida y una educación al alcance de pocos, pero Bricio se burlaba de él. Cuando le sucedió al frente de la diócesis, fue acusado de tener un hijo y tuvo que huir a Roma para expiar sus pecados

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Vidriera en la iglesia de Beuzeville-au-Plain (Francia).
Vidriera en la iglesia de Beuzeville-au-Plain (Francia). Foto: Andreas F. Borchert.

«En Tours, de la Galia Lugdunense, san Bricio, obispo, discípulo de san Martín, sucedió a su maestro y durante 47 años padeció muchas adversidades». Esto es todo lo que dice el santoral de este hombre al que la liturgia recuerda cada 13 de noviembre. Pero lo cierto es que tan escueta descripción oculta una biografía llena de contradicciones y pecados, en la que al final venció la santidad. 

En el año 397, nadie entendió en Tours cómo al querido obispo san Martín se le había ocurrido la idea de designar como sucesor suyo al frente de la diócesis a Bricio. Huérfano desde muy niño, Martín lo había acogido en la abadía de Marmoutier, a las afueras de la ciudad, en la orilla opuesta del Loira. Allí el chico recibió una vasta educación, precisamente aquella a la que no pudo acceder en su juventud el propio Martín. Pero lo que en otra persona habría originado un agradecimiento infinito, en Bricio desató todo lo contrario. 

La capilla de Martín
San Martín con san Bricio

Un poco antes de morir, san Martín fue llamado a Candes, a un par de jornadas andando desde Tours, para resolver un conflicto entre sacerdotes. Allí se sintió débil y murió. Algunos fieles de Poitiers quisieron llevarse su cuerpo para enterrar en su ciudad a aquel hombre con tanta fama de santo, pero los de Tours se las ingeniaron para robar su cuerpo de noche, sacarlo por una ventana y trasladarlo en barco por el Loira para enterrarlo allí el 11 de noviembre del 397. Años después fue Bricio el que, en el 437, poco antes de morir, le rindió tributo construyendo una pequeña iglesia de madera para albergar el cuerpo de su predecesor y su famosa capa —de ahí la palabra capilla— con la que alivió el frío de un pobre que resultó ser el mismo Cristo.

San Gregorio de Tours, biógrafo de ambos y su sucesor al frente de la diócesis años después, describió a Bricio como «orgulloso y vanidoso». Contaba que el niño desde muy pronto fue instigado por demonios a «vomitar mil reproches contra Martín». Por lo visto, solía afirmar que él era mucho más santo y sabio que su maestro, por haber sido criado desde niño en un monasterio y no en un campamento militar como su mentor. No dudaba tampoco en burlarse de él, tanto en público como en privado. Una vez, un hombre preguntó a Bricio por Martín, y respondió: «Vaya a la iglesia y si ve a alguien mirando fijamente al cielo como un loco, es él». 

¿Qué respondía Martín cuando la gente le venía con las salidas de tono de su discípulo? «Si Cristo pudo soportar a Judas, ¿por qué no debería yo soportar a Bricio?». Vanidoso y bravucón, el joven despreciaba la austeridad del obispo. Y, aunque hizo votos en Marmoutier, no dudaba en reclamar para sí sirvientes y caballos, lo que desataba la aversión entre los monjes.

Una ordalía

Cuando Martín murió, se cumplió su deseo de que Bricio le sustituyera al frente de la diócesis, no sin antes profetizar a su sucesor que «en el episcopado sufrirás muchas adversidades». Todo siguió su curso, hasta que, sin tardar mucho, llegó un nuevo escándalo. Una de las mujeres que lavaba la ropa en su residencia dio a luz un bebé y todo el mundo empezó a rumorear que era hijo del obispo.  

Bricio decidió someterse entonces a una ordalía, una especie de juicio que buscaba una sentencia sobrenatural, para probar su inocencia. En primer lugar citó a la madre y, delante de todos, preguntó al bebé, de apenas un mes de vida, si él era su padre: «Tú no eres mi padre», respondió asombrosamente el niño. El pueblo no le creyó, por lo que Bricio preparó un ritual que consistía en llevar brasas ardiendo sobre su abrigo hasta la tumba de san Martín. Como la prenda no se quemó, esperaba que eso bastara para probar su inocencia. Pero la gente siguió reticente y al final decidieron expulsarle de la ciudad. 

«Con razón sufro estas cosas, porque pequé contra el santo de Dios y a menudo lo llamé loco; y viendo sus virtudes, no creí», dijo Bricio. Luego lio su petate y encaminó sus pasos hacia Roma, donde pasó siete largos años. En la Ciudad Eterna fue llamado por el Papa, quien le guio en un camino penitencial en el que Bricio debía ofrecer la Misa de cada día por sus pecados. Finalmente, le dio permiso para volver a Tours. Al entrar en la ciudad se encontró con el entierro de su sucesor en el episcopado. Le aceptaron de nuevo como cabeza de la Iglesia local y durante otros siete años demostró que se había convertido en un hombre «de magnífica santidad», como escribió más tarde sobre él Gregorio.