¿Falso ecumenismo? ¡Buh!
Para mí es una clara victoria: invitación, mano tendida, símbolo permanente. Abrazo del padre de la parábola. Creo que es retorcido verlo de otro modo
Leía el otro día a un sacerdote que acusaba de todo lo malo al Papa por haber recibido al rey de Inglaterra en la Capilla Sixtina. Decía el hombre que aquello es «falso ecumenismo». Por otra parte, de su argumentación no se deducía muy claramente qué sería, en realidad, un verdadero ecumenismo. Venía a decir que, como la verdad está en la Iglesia católica, cualquier relación con otras confesiones que no implique la conversión de los errados es una traición o una herejía. En realidad, creo que le parecía mal el ecumenismo en general.
Yo no soy un gran teólogo, pero tengo a gala disfrutar de las buenas conversaciones, de los intereses en común y hasta de las discrepancias. Soy, de natural, dialogante. Y no crean que soy de esos a los que les da todo igual, qué va. Tengo opiniones bastante fuertes sobre las cuatro o cinco cosas que me importan. Precisamente de ahí nace mi interés en la conversación. Lo que creo lo creo tan vehementemente que confío en la belleza de la verdad para atraer a todos hacia ella, y por eso me gusta hablar con todo el mundo. Incluso cuando me equivoco —o quizá porque me equivoco— confío en la irresistible atracción de la verdad para llevarme hacia ella si me expongo lo suficiente.
Por eso me parece que el ecumenismo en general y este encuentro en particular son cosas necesarias, importantes. Los católicos sabemos que hemos recibido la verdad y tenemos la misión de conservarla y transmitirla para el bien del mundo. Por supuesto, el ecumenismo no trata de encontrar un punto medio entre la verdad y el error. Eso sería otra cosa: sofística, palabras vacías, confusión. De lo que se trata es de trazar un puente entre dos orillas para que todos los que quieran cruzar desde allí hacia aquí puedan hacerlo. (Y no son pocos, por cierto, los anglicanos que se convierten al catolicismo).
Creo que era Chesterton —insigne decano de los anglicanos conversos, justo por detrás de san John Henry Newman— el que decía que cualquiera que de niño haya puesto el belén, de mayor conocerá el camino de vuelta al hogar. Precisamente en un ensayo sobre Chesterton y la Navidad en la revista Nuestro Tiempo, Enrique García-Máiquez recordaba que el gran (je, je) escritor inglés pensaba que «de entre todos los mitos, uno fue real, el más mítico». Habla de la Navidad, por supuesto, pero también del poder de la metáfora y la imagen.
Uno que se ponga muy reaccionario puede decir que la visita del jefe de la Iglesia de Inglaterra a Roma no ha servido de nada. Que cuántas conversiones ha habido, que yo las vea.
Yo le diría que, por lo pronto, tenemos un símbolo poderosísimo que a mí me emociona hasta el borde de las lágrimas. Sobre la tumba del apóstol Pablo —el apóstol de los gentiles, en fin, tampoco lo olvidemos— hay ahora un asiento para la casa real británica y, por extensión, para todos los hijos de aquella confesión cristiana. Y en esa silla vacía que los espera junto a la mesa —junto al único altar verdadero— hay una inscripción emocionante: «Ut omnes unum sint». Que todos sean uno. Para mí es una clara victoria: invitación, mano tendida, símbolo permanente. Abrazo del padre de la parábola. Creo que es retorcido verlo de otro modo. Y que el ecumenismo sí es eso: abrir caminos para que todos puedan volver a casa.