El adiós al amigo que ahora nos cuida «desde la retaguardia» - Alfa y Omega

El adiós al amigo que ahora nos cuida «desde la retaguardia»

El obispo auxiliar de Madrid José Antonio Álvarez falleció el pasado 1 de octubre de un infarto, a los 50 años. Durante dos días, la catedral de la Almudena se llenó de amigos y fieles que quisieron acudir a despedirse

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
El cardenal Cobo y numerosos fieles en la cripta
El cardenal Cobo y numerosos fieles en la cripta. Foto: Rodrigo Moreno Quicios.

Las campanas han sonado más lentas estos días en la catedral de la Almudena, como si les costara despedirse de un amigo que se marcha y se resistieran a la idea de no verle más. Durante los 31 de los 50 años de su vida en los que estuvo vinculado al Seminario Conciliar, José Antonio Álvarez —Pepe para los más cercanos; es decir, Pepe para todos— debió de doblar innumerables veces la esquina entre las calles Mayor y Bailén. Cuesta saber que ya no volverá a aparecer por ahí con su sonrisa.

La gente, cuando se aleja, se va haciendo más pequeña, pero en el caso de Pepe ha sido al revés: su partida le ha hecho más grande. Se vio la misma tarde de su fallecimiento, el miércoles de la semana pasada, cuando la catedral de la Almudena vio cómo un reguero de gente de toda condición acudía a darle un primer adiós, muchos de ellos acercándose hasta su féretro para darle también, de alguna manera, una última caricia.

Entre todas estas personas estaba Gema, madre de un seminarista de Madrid: su marido tuvo un grave accidente hace unos años y el que entonces era el rector del seminario apareció de improviso en la UCI para acompañarlos. «Él fue el primero que estuvo en el hospital aquel día. No tenía por qué haber venido y, sin embargo, lo hizo. Estuvo a nuestro lado en todo momento, rezó muchísimo por toda la familia y solo tengo palabras de agradecimiento y de cariño», decía.

A la mañana siguiente, la Almudena no solo acogió a más de 500 sacerdotes del clero madrileño y a una treintena de obispos de toda España —incluidos los tres cardenales vinculados a la diócesis de Madrid—, sino también a numerosísimos fieles, algunos de los cuales conocían al obispo desde su época de seminarista. «A Dios no se le mueren sus hijos», comenzó diciendo el cardenal José Cobo nada más empezar la celebración, para subrayar después que «hoy nos reunimos como hacen las familias en los momentos en que nos necesitamos los unos a los otros».

Volcado con los matrimonios
César y Ana

César y Ana, y uno de sus hijos plácidamente dormido en un carrito, pasaron a la cripta de la Almudena a dar el último adiós a José Antonio Álvarez. Sus rostros estaban serenos e incluso alegres, como los de aquellos que saben el final de una historia que al principio te nubla los ojos de lágrimas pero luego acaba bien.

«Conocemos a Pepe desde hace muchos años, es el sacerdote que nos estuvo acompañando para preparar nuestro matrimonio, celebró nuestra boda, bautizó a nuestro primer hijo y ha sido un sacerdote muy cercano a nuestra familia», cuentan.

Pertenecen a Cursillos de Cristiandad, «el carisma que nos unió». Y dicen ambos que «nuestros hijos le adoraban, pues siempre se buscaba un hueco para venir a casa y compartir la amistad, la fe y la vida».

A esa familia pertenece Francisco, una persona sin hogar que ha pasado muchos ratos en la capilla del Obispo, junto a las hermanitas del Cordero, donde, desde hace años, de vez en cuando iba el obispo auxiliar a celebrar la Eucaristía. Durante la Misa recordaba cómo una vez que estuvo ingresado en el hospital, iba Pepe asiduamente a visitarle.

En la Curia diocesana también dejó huella. Luis, uno de los más veteranos, le conoció como «una persona afable, trabajadora y muy buen compañero». Por su parte, Laura Moreno, delegada episcopal de Jóvenes, le recordaba como «un apasionado de anunciar al Señor y de crear comunión en la Iglesia», lo que pudo comprobar hacía tan solo unos días en el WOW Fest, donde «estuvo toda la jornada entregado, alegre, feliz y acompañando a los jóvenes».

Te sigue, tu familia

Todo duelo se enfrenta en los pequeños encuentros con lo compartido. José era un hombre que atesoraba eso, pequeños gestos. No tenían por qué ser especialmente bonitos: un regalo absurdo, una broma pesada, un susto en la oscuridad, una gestión cuidada o, simplemente, llamar a una madre en la soledad de la noche.

Si desde su familia algo esperamos que quede con todos nosotros es su mirada firme ante el deber, y generosa y reluciente hacia los demás. No olvidemos su alegría, su rectitud, su sentido del humor —el más serio de los sentidos—, ni el valor que le dio a la vida, ni el hogar que encontró en la Iglesia y en Jesús.

No olvidemos llorarle cuando nos encontremos lo que él compartió con nosotros, ni honrarle cuando compartamos con otros lo que compartimos con él. Buscad en él un ejemplo, porque siempre tuvo en cuenta que la nobleza no se valía de medallas en el pecho, sino de bondad en el corazón.

Ha muerto un hombre bueno. Ha muerto un hijo, un hermano, un compañero y un pastor.

Adiós, tito. Adiós, José. Adiós, hijo. Abraza a papá de nuestra parte.

Te sigue, tu familia.

María Bazal, delegada de Familia y Vida junto a su marido, José Barceló, evocaba otro momento reciente, la jornada diocesana dedicada a los mayores este verano. «Estaba feliz, muy cariñoso y siempre con una sonrisa». Más allá de eso, Bazal valoraba su compañía incluso en momentos difíciles: «Le podías contar tus preocupaciones y siempre te respondía con algo positivo».

Poco antes de comenzar la celebración, apareció en el templo una oleada de niños de uniforme: los alumnos del Colegio Arzobispal, tan querido por el fallecido. Marcos, su director, conocía a Pepe desde sus tiempos de seminarista en la parroquia de la Virgen de la Fuensanta. «Hemos compartido mucho tiempo, muchos años, mucha belleza», confesaba. «Para mí era un hombre con mucha fuerza espiritual, con mucho ánimo evangelizador, con un deseo muy grande de llevar el Evangelio a los chicos, con un afecto muy grande hacia los chavales y con mucho humor», añadía.

Sembrado en el suelo

Impresionó mucho escuchar a cientos de sacerdotes entonar al unísono la salve para despedir a su amigo. Sucedió el jueves en la cripta de la catedral de la Almudena, durante su entierro. Minutos antes, arriba en la catedral, el cardenal José Cobo decía que «José Antonio se ha sembrado en el mismo suelo en el que se postró durante la ordenación presbiteral, y también como obispo hace no mucho tiempo».

Esa impronta la dejó también en todas las promociones de seminaristas de los que Pepe fue rector; como Carlos, ya en su quinto año de formación. Recordaba especialmente «su insistencia en que conociésemos la misericordia de Dios para después transmitirla». Él lo percibió durante una experiencia misionera cuando Álvarez, recién nombrado obispo, «se encargó de rezar por mí y hasta me escribió una carta. Yo sabía que, desde la retaguardia, me cuidaba».

Hoy, varios días después de su fallecimiento, cuando ya se han apagado en la Almudena los ecos de las palabras y las lágrimas de estos días, Pepe sigue presente también desde la retaguardia, rezando y cuidando a aquellos que viven para mostrar a su alrededor, como él hizo, la misericordia de Dios a todos.

José Antonio

Hablar en pasado se vuelve complejo, el pretérito se clava en forma de recuerdo y la sensación de dolor perenne invade cualquier atisbo de consuelo. Porque hasta en eso eras un maestro, en el consuelo.

​Comprobar lo vivido desde ese fatídico comienzo de un octubre que difícilmente pudo tener peor inicio es adquirir conciencia de quién eras, pues aunque dudas no había, tampoco éramos plenamente sabedores de todo lo que habías sembrado. Sembrado en discreción y en esa sonrisa que eludía el reconocimiento estéril, ese tan de moda y en un peligroso crecimiento. Porque tú no tenías escaparate ni perfiles, ni historias que contaran absurdeces de tu vida. Tu vida era más, mucho más, tu vida era una parábola en toda su extensión, la parábola de un hombre de los de verdad, íntegro en todos sus sentidos.

Entender tu marcha es un esfuerzo que no me apetece hacer; seguramente porque no me lo crea, o posiblemente porque no te vayas a ir nunca. Aunque eso da igual, ya no estás. Tu valor como ser humano es fácilmente medible en el vacío que dejas, un vacío como tu presencia: silencioso, hondo, inmenso. No quiero intentar entender nada, por más que tú lo pidieses, lo rogases, lo aconsejaras. Pero ahora no, José; ahora no, no quiero entenderlo.

​Conseguiste evangelizar en el más profundo sentido de la palabra, llegando a los fieles, formando a los creyentes, asistiendo a los practicantes, y hasta haciendo que aquellos más alejados de la fe respetaran a Dios por ti; porque transmitías tanta certeza, tanta credibilidad, tanta seguridad, que sembrabas en cualquier campo.

Contigo se va alguien inigualable y único. Dejas una huella de esas marcadas a fuego para los que te conocimos; ejemplo de todo, de todo lo bueno, porque tú eras bondad. Solo sé que con más Josés como tú este mundo sería un verdadero paraíso.

Gracias, José, por todo y por tanto. Te seguiremos de manera inconsciente por ese sendero en el que tu luz es tu recuerdo, con ese Sígueme que brotaba de esa sonrisa generosa que maquillaba una personalidad irrepetible.

​Adiós, José; adiós porque no queda más remedio. Pero desde donde estés, no me pidas que lo entienda, porque ni quiero ni puedo.