La literatura cristiana antigua, el buey y la mula - Alfa y Omega

«El nacimiento ha de ser fijo. A todo el mundo le cogió la hora en un gesto. El Niño con el piececito en alto, dándole a besar. La Virgen reclinadita, sin cansarse de mirar. San José levantado, con la vara que floreció. El borrico y el buey, a un lado y otro, sin mirarse y siempre mirando. Nadie muda el gesto. Y se eternizan todos en el primero. El secreto de la vida del nacimiento está en su fijeza inmutable», escribió Antonio Orbe en Camino de Belén: Divagaciones intrascendentes (Mensajero, 1964).

A nosotros la Navidad también nos coge con un gesto en nuestra vida cotidiana: los preparativos, las visitas, los villancicos, las compras, el chocolate con churros, los ires y venires ajetreados. Y en medio de todo, con la fijeza de lo inmutable, esa entrañable y bella representación que siempre nos acompaña gracias a las travesuras de un juglar y su Dama Pobreza, san Francisco de Asís, que hace 801 años puso ante los ojos una representación de Aquel que, siendo invisible, quiso ponerse realmente ante nuestros ojos, tomando carne y sangre de una Virgen Madre, María. El belén, como llamamos en España al nacimiento, es uno de los signos navideños preferidos para aquellos que tienen alma de niño. Entre sus figurillas, no pueden faltar el buey y la mula, simpáticos peludos a los pies del Rey de reyes, aunque no aparecen en los relatos de los cuatro Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), como ya puso de manifiesto el Papa Benedicto XVI en su libro La infancia de Jesús: «La tradición de la Iglesia ha leído con toda naturalidad el relato de la Navidad sobre el trasfondo de Isaías 1, 3». E Isaías 1, 3 dice así: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo; pero Israel no conoce, mi pueblo no discierne». La Iglesia entendió que estas palabras de Isaías se cumplían en Belén, cuando parte del pueblo de Israel no reconoció en Jesús al Mesías que esperaba, rechazándolo, en consecuencia, y condenándolo a una muerte de cruz. 

Los creyentes plasmaron literariamente esa reflexión, esa interpretación teológica del acontecimiento histórico-salvífico. Podemos fijarnos en dos ejemplos de entre aquellos que nos brindan los escritos apócrifos. Este tipo de obras suele identificarse con textos heréticos, si bien existen algunas que fueron generadas por comunidades fieles a la fe que, sencillamente, querían expresarla de forma literaria, tratando de dar respuesta, muchas veces, a preguntas nacidas de un afecto de piedad; como cuáles fueron los nombres de los padres de María, consignados en una deliciosa obrita apócrifa llamada Protoevangelio de Santiago. Precisamente en este llamado «evangelio» (XXII, 2), que no ha sido recibido por la Iglesia como canónico —pero no por ello es considerado heterodoxo—, podemos leer lo siguiente en su versión siriaca: María «tomó al Niño, [lo] envolvió [en] pañales y lo puso en un pesebre de bueyes». El Evangelio de Lucas no excluye que pudiera haber habido bueyes, pues indica que había un pesebre; simplemente no figuran en el texto, como tampoco aparece la mula que, junto con el buey, están presentes en el Evangelio apócrifo del Pseudo-Mateo (XIV, 1-2): «Tres días después del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, la beatísima María salió de la gruta y entró en un establo, dejaba al Niño en un pesebre, donde el buey y el asno lo adoraron. Se cumplió entonces lo que había dicho el profeta Isaías con las palabras: “El buey reconoció a su dueño y el asno el pesebre de su señor”. Estos mismos animales, el buey y el asno, tenían al Niño en medio de ellos y lo adoraban sin cesar. Entonces se cumplió lo que había sido dicho por el profeta Habacuc con las palabras: ‘Te darás a conocer entre dos animales”. Y José y María permanecieron en este sitio con el Niño durante tres días».

En este contexto adquieren sentido las palabras del Papa Francisco en su carta sobre el papel de la literatura en la formación: «Así pues la literatura tiene que ver, de un modo u otro, con lo que cada uno de nosotros busca en la vida, ya que entra en íntima relación con nuestra existencia concreta, con sus tensiones esenciales, sus deseos y significados». El buey y la mula de estas obras de los primeros siglos cristianos nos desvelan que aquellos que las escribieron encontraron la respuesta a sus deseos más profundos en el Niño de Belén, quien otorgaba verdadero significado a la historia y se mostraba humildemente como la resolución de sus problemas esenciales, así como de los nuestros. ¡Qué hermoso es para todos los cristianos, entonces y ahora, toparnos con tan cálidas bestias, pues nos anuncian que el pesebre del Mesías que profetizó Isaías está muy cerca!

Del pastor ciego que abrió sus ojos a la nueva vida

(Luis Rosales, Retablo de Navidad)

Sentí decir «¡Belén!» y un inseguro
empuje me arrastró; quedé un momento
sin poder respirar; pálido y lento
volví a palpar el muro, y tras el muro
el roce de un testuz súbito y duro
me hizo pasmar; después sentí un violento
temblor de carne y labio, el movimiento
gozoso de la gente y un oscuro
miedo dulce a volver; seguí avanzando
y resbalé en la paja; ya caído
toqué el cuerpo de un niño:
yo quería
pedirle ver y me encontré mirando,
sintiéndome nacer, recién nacido,
junto al rostro de Dios que sonreía.