Raquel López: «Somos catequistas 24 horas al día, 365 días al año»
La responsable de la Mesa de Catequesis Inclusiva de la Delegación de Catequesis da formación cristiana a un grupo de once jóvenes con discapacidad junto al delegado, Manuel Bru
¿Con qué dificultades se encuentran las familias de personas con discapacidad a la hora de darles formación cristiana?
Como madre de dos hijos con discapacidad física, lo primero que te planteas son los temas médicos o los colegios, antes que la catequesis. Una vez llega el momento, para los que tienen discapacidad física es más fácil encontrar grupos que para los que la tienen psíquica. Además, los padres tendemos a pensar que el hijo molesta, que no se va a adaptar, que los otros niños se van a reír… El problema principal es dónde llevo a mi hijo y, ante esto, la gente se retrae. Una vez creado el grupo de catequesis específico, la dificultad es darle visibilidad.
¿Por qué grupos específicos?
Lo ideal sería no separarlos, pero la realidad es que es necesario. Con las personas con discapacidad psíquica todo va más lento y los otros niños se aburren. En catequesis de Comunión es más fácil, porque se recurre más al juego, entre otras cosas; pero cuando entran en la adolescencia la distancia es más grande entre ellos. Sí que es bueno que se integren en la parroquia como un grupo más, porque no son entes independientes: que participen de las actividades con los otros grupos que hay en ella. Nosotros nos sumamos siempre a las propuestas diocesanas para jóvenes.
¿Qué debe tener una catequesis para personas con discapacidad?
Lo primero, ganas de hacerla. En el grupo debe haber un mínimo de dos catequistas; así, mientras uno da la catequesis, otro está disponible si hay que atender a los chicos (siempre hay uno que quiere ir al baño, etc.). Además, si ya el Señor nos dijo «id de dos en dos», en este caso es muy necesario. En segundo lugar, no todo el mundo sirve para dar esta catequesis, hay que ser mucho más paciente y no tener perspectivas de avance rápido. Esto es sembrar, regar, esperar, volver… Después, te tienes que implicar en su vida; somos catequistas 24 horas al día, 365 días al año. Para ellos es muy importante que seas parte de su cotidianidad. Y, por último, tienes que adaptar los materiales, sin olvidar que no son niños. No puedes poner a pintar a un chico de 22 años.
¿Cómo ve la Iglesia a estas personas?
Cuesta mucho que los vean integrados al 100 por 100. Aunque esto, es verdad, depende de las parroquias, de si acuden habitualmente o no. Hay algunas que tienen pantalla, donde las personas con problemas auditivos pueden leer; hay otras a las que van personas con silla de ruedas y ya tienen su sitio. Pero, primera barrera, no pueden subir al ambón a leer la Palabra. Y luego, ante la discapacidad psíquica, salvo que estés acostumbrado a que estén, la gente se siente cohibida, se retrae, le da miedo y no da la oportunidad de conocerlos. Esto me da muchísima pena, porque son personas como tú y como yo, que necesitan un poquito más de ayuda.
¿En qué punto estamos ahora?
Se ha avanzado muchísimo en los últimos tiempos. Inicialmente nosotros pertenecíamos a la Pastoral de la Salud, pero nuestros catequizandos tienen una discapacidad, no están enfermos. Ahora ya hay materiales para ellos, grupos… Uno de los ejemplos más importantes en esto es el Papa Francisco, que va en silla de ruedas. Para las personas con discapacidad, él es «uno de nosotros». Y como el Santo Padre, si un sacerdote tiene una discapacidad, por ejemplo, si lleva audífonos, que lo diga. Más complicado es todavía con las discapacidades intelectuales. Así que aún queda mucho camino por recorrer.
A veces a Ester la tratan como a una niña en ámbitos eclesiales y se enfada, «porque tengo 58 años, no 2, digo yo». Ella tiene una discapacidad intelectual que en parte es también física porque va en silla de ruedas. Es divertida y no pierde dato de lo que ocurre en el aula de catequesis para personas con discapacidad intelectual de la parroquia Santa María Madre de Dios, en Tres Cantos. Cada lunes acude desde la Fundación Polibea, muy cerquita, donde reside desde no hace mucho. La animó su hermana Irene, la mayor: «Me dijo “vete”, conté toda mi vida y me gustó». «Aquí me siento yo misma —cae en la cuenta, reflexiva—; nunca me he sentido tan yo misma como aquí». Y añade: «De pequeña me escondían y no podía hacer la Primera Comunión». La recibió de tapadillo y con los años, muchísimos años después, se confirmó. «Creo mucho en Dios», no como otra hermana, matiza, «que no cree. Pero yo sí», se reafirma. Reconoce el disgusto que tiene por su reciente cambio de residencia, pero «el grupo me ayuda mucho para esto, si no fuera por ellos… Aquí me desahogo».
Ester reconoce con naturalidad que «tengo dificultad para entender la Misa». Por eso «me parece un poco rollo y casi nunca voy». Para solucionarlo, a ella le encantaría que «el cura dijera las cosas más despacio; ¡es que va muy rápido!». También le ayudaría que hubiera lectura fácil en la Misa. «Llevo 58 años yendo a iglesias y nunca la he visto». Es justo el método que utilizan en su grupo, con libros que han hecho ellos mismos y que utilizan una forma de redactar, ilustrar y maquetar adaptada a personas con dificultad de comprensión.
Ester comparte vida con el resto de integrantes del grupo: Desi, Perico, Andy, Jorge, José Luis, Javi, Dani, Laura, Gloria, Pedro y Fátima, junto a sus dos catequistas —las dos Isabel—, y Paula, una joven voluntaria de 15 años. El grupo nació hace doce años por iniciativa de José Luis y otros cuatro adultos más que «nos queríamos confirmar, pero nos costaba el ritmo» de una catequesis convencional. «Teníamos muy claro que queríamos un grupo de formación para compartir y para aprender cosas sobre Dios». Como Desi, con una diadema de flores en la cabeza, aire sofisticado a lo Frida Khalo —«hoy estás muy guapa», le dicen sus compañeros—, serena en su silla de ruedas. Cuenta que le viene bien socializar pero, sobre todo, «estoy contenta porque desde que estoy aquí siento a Dios cada día más cerca». El camino, a veces, se hace con dificultad, como le está pasando ahora a Perico. Tiene una discapacidad física severa que envuelve una mente privilegiada. Habla a duras penas, pero la máquina que da voz a sus pensamientos resuena en la sala: «Busqué un grupo por la necesidad que tenía de descubrir más a Dios». No falla ni un lunes, aunque ahora está en desierto: «Mi fe está un poco perdida; estoy yendo hacia atrás». Pero ese es, de vez en cuando, el camino del cristiano, concluyen.