Vive —si a eso se le puede llamar vivir— entre cuatro paredes de ladrillo y un techo de chapa que no sirve ni para retener el agua y cuando llueve tiene que pasarse el día achicando agua. Bueno. Cuando su pequeño Tadeo, de 3 años pero con apariencia de 10, se lo permite. Tiene autismo severo y actúa con violencia porque su madre, Norma, no puede ir al médico. En medio de aquella villa miseria de la provincia de Buenos Aires —a ellos les gusta llamarlo barrios, ofrece dignidad— no hay posibilidad de acceder a un especialista que trate su enfermedad. De hecho, en ocasiones no hay posibilidad de acceder a ningún sitio, porque el barrizal de lodo que la rodea fagocita cualquier medio de transporte —doy fe—. Norma tiene otros dos hijos grandes que ya vuelan solos y acaba de dar a luz, hace ocho meses, a Cataleya. Todos de padres distintos y ausentes. Ella no puede trabajar, porque debe cuidar de sus dos pequeños. Pero cada vez que consigue un excedente para comer gracias a la generosidad de sus vecinos, rápido lo comparte con otros que no tienen. Es imposible entender esta forma de donación. Más cuando ves el colchón en el que duermen los tres juntos. Pero ella, que llora y sonríe, da gracias a Dios por lo poco que tiene.