Aprenden a cultivar y mejoran la alimentación de sus familias
La lucha contra el hambre marcó la cumbre del G20 en Brasil, a la que el Papa pidió «medidas decisivas». La Iglesia ya está en ello con proyectos como Ciranda, que combate el impacto de la agricultura intensiva
Las familias campesinas del municipio de Açailândia, en el estado brasileño del Maranhão, tienen las manos manchadas de tierra desde tiempos ancestrales. Pero desde hace medio siglo, el avance de la agroindustria ha mermado su método de subsistencia y los ha arrojado al agujero del hambre. La agricultura intensiva y el uso de fertilizantes «está engullendo la capacidad de la agricultura familiar», explica el misionero comboniano Dario Bossi. Buena parte de los terrenos donde viven «han quedado en manos de grandes empresas que exportan los productos de los enormes monocultivos, sobre todo de soja y eucalipto, principalmente a Europa, China o Estados Unidos». Desde 2007 Bossi acompaña a estas poblaciones, que también sufren la contaminación del corredor de Carajás, una cadena minera de 892 kilómetros que extrae y exporta hierro desde el corazón de la Amazonía.
Además de haber perdido gran parte de sus tierras, las que les quedan se ven afectadas por la fumigación. Los pesticidas tóxicos que las compañías agrícolas lanzan desde aviones sobre sus grandes cultivos tienen un efecto mucho más dañino en las pequeñas huertas. Y a las personas les causan «problemas respiratorios y digestivos». Muchos no ven otra solución que marcharse. «Acaban malviviendo en las periferias de las ciudades, muchos mendigando para sobrevivir», asegura Bossi. Durante años coordinó la red Justiça nos Trilhos, que a través de varios proyectos trata de devolverles su soberanía alimentaria.
Uno de ellos es el proyecto Ciranda, acrónimo de Centro de Innovación Rural y de Desarrollo Agroecológico, que ofrece una alternativa económica a jóvenes del mundo rural mejorando sus técnicas de cultivo y ampliando los pastizales gracias a técnicas sostenibles. Se privilegian los cultivos que son la base de la alimentación de los habitantes «como el maíz, las judías y la mandioca». Aunque es «muy difícil» que se recuperen las tierras arrambladas por la agroindustria, el objetivo es «evitar un nuevo éxodo rural». El misionero detalla que también se les enseña a recoger el agua de lluvia con cisternas o técnicas para construir casas con material reciclado. Gracias a esta escuela de formación los adolescentes «aprenden que es posible cultivar de otra manera» y entran en un círculo virtuoso que pasa por una dieta sana para la familia y para sus clientes.
El proyecto es un antídoto frente al hambre que afecta en el mundo a entre 713 y 757 millones de personas, incluidas los 14,28 que sufren inseguridad alimentaria severa en Brasil, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). La catástrofe cotidiana de la desnutrición estuvo en el centro de la cumbre del G20, el club de las mayores economías, que se celebró los días 18 y 19 de noviembre en Río de Janeiro. El anfitrión, el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, ha promovido en este contexto una alianza mundial contra la pobreza; una iniciativa solidaria en la que no está solo. En el mensaje que envió a través del secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Pietro Parolin, el Papa pidió a los líderes políticos «medidas inmediatas y decisivas» para erradicar esta lacra.
Al Papa le preocupa que los países subdesarrollados no puedan saciar el hambre porque están asfixiados estructuralmente por la deuda. Por eso, instó a condonarla en un mensaje al G20. En África, 25 países son víctimas de este yugo, que asciende a un total de 1,1 billones de dólares. «Necesitamos grandes inversiones para salvar la vida», asegura el sacerdote Charles Chilufya, director del Departamento de Justicia y Ecología de los jesuitas de África y Madagascar.
En esta carrera contra el hambre, la Iglesia va por delante con proyectos como Ciranda. O la asistencia que presta a los yanomami, un pueblo indígena de la Amazonia que se enfrenta a una grave crisis humanitaria causada en parte por la invasión de mineros ilegales y la deforestación. Como primera ayuda, la diócesis de Roraima a través del programa Misión Catrimani de la conferencia episcopal del país, les suministraba con regularidad cestas de alimentos, sobre todo durante el mandato de Jair Bolsonaro, cuando les retiraron las ayudas públicas, asegura Gilmara Fernandes, una de las laicas que lo coordinan. También instalaron filtros con los que obtener «agua potable, ya que los ríos han sido contaminados con mercurio». El problema es que a estas comunidades solo se puede llegar en avión, «lo que encarecía mucho cualquier actividad» en este territorio. En enero de 2023 el Gobierno actual declaró una emergencia de salud pública y tomó el relevo de la Iglesia.