Con los analistas echando humo tras las elecciones estadounidenses, pocos prestan atención a un giro copernicano que se lleva gestando años en la ficción: la caída de lo woke… y el auge de Taylor Sheridan. Ningún productor abandera más claramente la nueva generación de series duras, recias, con una alta carga patriótica, un retrato descarnado del mítico espíritu cowboy. De lo políticamente correcto al «todo por mi familia y mi país». Del discurso idealista y etéreo de las élites al matar o morir matando de la América rural que no duda en actuar fuera de la ley para enfrentarse a sus enemigos: empresarios especuladores y ladinos indigenistas. No es casualidad que Sheridan, en su gran obra, Yellowstone, plantee un duelo intestino en la familia Dutton: el patriarca contra su hijo político, quien se enfrenta a él apoyándose en la élite que detesta su padre. Yellowstone, que estrena su última temporada, ha destacado por dos ejes: la belleza de sus parajes y la dureza de los conflictos. Como si el Salvaje Oeste no hubiese desaparecido del todo. De eso va en el fondo Yellowstone, y por eso el público la adora, no solo en Estados Unidos. En algunos momentos es muy cruda, cruel incluso, pero con una historia que pronto se erige en epopeya. Hace poco tracé un paralelismo entre Succession y Yellowstone para entender mejor el auge de ciertas corrientes políticas. Succession es una parodia de las élites cosmopolitas, que cala su vacío vital e intelectual. Yellowstone es un drama recio, emotivo, que transmite lo opuesto: es un reclamo a los orígenes del espíritu americano, presente en ese Estados Unidos rural que ha volcado los comicios. Pero ante todo, es lo que le falta a la legión de producciones políticamente correctas: una historia apasionante, unos personajes esculpidos en mármol, con todos los tonos y matices de las grandes historias. Por eso es una de las mejores series actuales.