«Hasta aquí llegó la riada». Por toda Valencia se encuentran baldosas que marcan el nivel de la riada del otoño de 1957. Cuando pasábamos por una de esas baldosas mi padre, que es valenciano, nos acercaba a mis hermanos y a mí de pequeños y nos las enseñaba. No sé cuántas veces llegó a explicarnos la historia. Mi abuelo hizo lo mismo con él. Era como una advertencia, como si aquella baldosa fuera una cicatriz de la ciudad. Yo era pequeño y no entendía nada, porque no venía ningún río. Desde 1973 el cauce que atraviesa la ciudad está seco porque lo desviaron en las obras faraónicas del plan sur. La ciudad ha llenado el cauce con jardines, campos de fútbol y parques infantiles. Mi generación podía mirar lo natural como si estuviera o debiera estar domesticado.
Pero la semana pasada la naturaleza nos ha demostrado otra vez más su verdadera consistencia. La cultura debe tratar de adaptarse a ella continuamente, porque no puede sencillamente someterla. La cultura humana nace precisamente para proteger al ser humano de las inclemencias del mundo natural. Los hombres se juntan para poder vivir, decía Aristóteles, y siguen juntos para alcanzar la vida buena. Todos los animales sobreviven en su medio en la medida en que se adaptan con sus capacidades a él. El hombre, con sus particulares capacidades y finalidades, no tiene que hacer algo distinto.
En ese estricto sentido, la cultura humana es por naturaleza ecológica, porque la cultura es la forma en la que el ser humano se integra en su medio. El problema es que el ecologismo actual se llega a oponer a la ecología. En los últimos años nos hemos llegado a creer que ser ecológicos consiste en subir los impuestos medioambientales, tomar yogur bio y poner un carril bici. Eso es una caricatura y una estafa. Ser ecológicos significa adaptar la vida del hombre a la naturaleza. Lo cual implica, naturalmente, no destruir el medio sin el que el hombre no puede vivir. Pero tratar el medioambiente como si fuera una suerte de paraíso preternatural que debiera ser preservado incólume es lo contrario a la ecología verdadera que exige la vida humana. No existe semejante naturaleza estática y paradisíaca, ni siquiera si el hombre no hubiera aparecido en la tierra (como pretende el ecologismo).
Por eso, es necesario decir que no es ecológico paralizar el plan hidrológico nacional desde hace 20 años. Como no es ecológico no haber realizado las obras en el barranco de Poyo que se sabían necesarias, después de haberse desbordado varias veces en los últimos tiempos y haberse estudiado el caso desde 1990. Eran conscientes en el Ministerio de Transición Ecológica desde hace cuatro años, porque ellos mismos pidieron hace cuatro años un informe y tiene un proyecto aprobado que nunca se termina de realizar.
Lo sabían administraciones inferiores de la zona que nunca creyeron que llovería tanto como para que un eventual desbordamiento alcanzase a afectar más (¡como si fuera poco!) que al tejido empresarial allí situado. Como tampoco es ecológica la superposición de administraciones que convierte todo en burocracia. El problema no es que no hayan previsto la dimensión de las precipitaciones, sino la resistencia para tomar las precauciones que de forma espontánea se debían tomar.
Hay una oposición endiablada contra cualquier modificación del medio que mejore las condiciones de vida del ser humano. Pues, las presas, los pantanos, las canalizaciones, los trasvases, los diques y defensas no son medios de destrucción de la naturaleza, sino de adaptación de la vida humana a ella. La ingeniería es por naturaleza ecología, aunque evidentemente pueda ser siempre más ecológica cuanto más y mejor se adapte el hombre al medio en que vive. Modificar el medio lo hacen todos los animales, cuando cazan, constituyen madrigueras y producen restos. La huella cero es un concepto absurdo en sí mismo. Todos los animales dinamizan y cambian el equilibrio de la naturaleza en su lugar a través de su forma de vivir. Lo mismo debe ocurrir con el hombre (que incluso está llamado a mejorar el medio, como es el caso de la trashumancia como prevención de los incendios).
No se trata ahora de acusar a ningún gobierno, pues todavía carecemos de la información suficiente para depurar responsabilidades concretas. El mayor peligro que podríamos correr es incurrir en una mayor politización de esta tragedia. Pero es preciso hacer acopio de lo que está pasando para romper determinados tabús.
Por ello, debe aprenderse la verdadera ecología de la ciencia y, sobre todo, de la humanidad de los que sufren y de los que ayudan. No hay mayor cultura que la que socorre al hombre desamparado. Y no habrá verdadera ecología sin ella. La cultura son esos miles de voluntarios y trabajadores (ejército incluido), que entierran a los muertos, envían alimentos y dinero, limpian el terreno, reconstruyen carreteras, puentes y cauces, para permitir así la vida del hombre.