La semana pasada —una semana más— la política nos ha vuelto a dejar noticias de lo más zafio o imágenes que, cuando menos, producen vergüenza ajena. La vicepresidenta Montero fue capturada por las cámaras del Congreso de los Diputados durante una respuesta del ministro Bolaños a una pregunta del diputado popular Elías Bendodo haciendo ostentosos gestos de burla, muecas y risas mientras mandaba callar a los miembros del PP. Al día siguiente, Iñigo Errejón, el adalid de la defensa contra la violencia machista, tenía que dimitir porque, según dijo, «había llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona», al publicarse una serie de denuncias por supuestas prácticas humillantes en sus relaciones con mujeres. Y así podríamos seguir, lamentablemente, citando ejemplos desagradables y patéticos de un lado y otro del espectro político.
Frente a este chabacano panorama en el que nos gusta recrearnos y enfatizar y que poco o nada nos aporta, esta semana han tenido lugar los Premios Princesa de Asturias. Unos galardones donde personas y mentes maravillosas, que trabajan con dedicación y excelencia en favor de una sociedad mejor y construyen grandes historias, han sido reconocidos en una ceremonia llena de belleza, como bien merecen. En la gala brilló la hondura poética y reivindicativa de los discursos de la ensayista rumana Ana Blandiana y de la guionista iraní Marjane Satrapí; el pensamiento del sociólogo Michael Ignatieff o la puesta en escena del arte de la poesía y la música de Joan Manuel Serrat, entre otros. Ojalá fuéramos todos —desde los medios hasta cada uno de nosotros en nuestro entorno— capaces de focalizarnos más en aquello que merece la pena, en contar lo que verdaderamente favorece una sociedad mejor, una sociedad más buena, una sociedad más bella. Porque, como dijo la Princesa de Asturias en su discurso, las personas extraordinarias ofrecen con su obra la emoción de la esperanza: el sentimiento que nos muestra que siempre hay una grieta por donde entra la luz.