Apología del hombre desinformado - Alfa y Omega

Se le atribuyen al hombre informado propiedades casi divinas. Es como si, en su caso, el abismo que media entre lo que deberíamos saber y lo que sabemos se estrechase hasta devenir irrisorio. Quien amanece oyendo la radio, se sienta en una terraza para consultar las noticias o come mientras ve el telediario cumple su deber cívico, vive la democracia como todos estamos llamados a vivirla. El hombre informado conoce mejor la realidad. Se entera de «lo que pasa». Será —eso se nos dice— menos vulnerable a las engañifas y a los desmanes de los poderosos. Él mismo se alzará en valladar contra la tiranía, que no prevalecerá mientras queden en Europa hombres responsables que se informan de cuanto ocurre. 

Tras esta épica del hombre informado, que se nos presenta bajo aspecto de heroísmo, subyace una identificación entre información y verdad. El material de trabajo de los medios de comunicación serían las entrañas de la realidad misma. Leer el periódico, oír las noticias, equivaldría a saborear la pulpa del mundo. El periodista se acercaría más que cualquier otro a realizar el viejo ideal griego de la sabiduría. La condición para no vagar más en la caverna, entre sombras, sería consumir más información veraz, subrayar las noticias importantes, aguzar el oído cuando el tertuliano reflexiona. Entiendo la idea, pero no puedo compartirla. Ya demostró el filósofo Gustave Thibon en un lucidísimo texto —La información contra la cultura— que los ritmos de la información, vertiginosa, son distintos a los de la cultura y que el hombre informado es a veces el más precariamente predispuesto a la sabiduría. Pero no querría detenerme en el compás de la información, sino en su objeto. Uno solo puede concluir que los periódicos reflejan la realidad si asume que esta consiste en una suma de excepciones: el descarrilamiento de un tren, la muerte de un niño, la corrupción del político. He aquí los singulares fenómenos a los que los periodistas dirigen su atención. A todos nos desconcertaría muchísimo que un periódico informase de que un árbol se ha mantenido en pie una noche más, pero nos parece normal que relate con todo lujo de detalles su caída sobre un viandante. No puedo aceptar la idea de que los medios retratan la realidad porque no puedo aceptar que la realidad es una suma de excepciones. Por el contrario, como Chesterton, pienso que es una suma de normalidades. Al periodista le imputo el pecado de confundir lo noticioso con lo extraño, lo relevante con lo excéntrico; el pecado de prestar más atención al pájaro herido que al pájaro cantor. Uno abre el periódico con la intención de enterarse de lo que ocurre y termina enterándose de lo que no suele ocurrir. Ni siquiera en su loable quehacer contra la corrupción alcanzan los medios la esencia de la realidad: aun en este mundo en descomposición, el político honesto, consagrado a una idea quizá equivocada del bien común, es más frecuente que el político corrupto. 

Mi tesis es que el poeta que canta lo cotidiano es más fiel a la realidad que el periodista que registra lo insólito. Si deseamos conocer la verdad sobre la condición humana, no podemos obviar el pequeño detalle de que la mayor parte de los hombres casados son caballerosos y no homicidas. Si deseamos conocer la verdad sobre nuestro sector económico, no podemos soslayar que la mayoría de los empresarios son justos y de que la mayoría de los trabajadores son diligentes. Como sugiere Sabina en Eclipse de mar («Hoy, amor, igual que ayer, como siempre, el diario no hablaba de ti»), la trama del mundo la constituyen bellezas ignoradas por los medios: un anciano que observa enternecido a su nieto mientras este da brincos; un camarero que desarma la insolencia de sus clientes con una sonrisa; un árbol que, pese al viento furioso, se mantiene en pie. No debería gloriarse de conocer la realidad el hombre informado que sea insensible a estos prodigios.