Hablar de Los anillos de poder es deporte de riesgo, pero a mí me va el peligro. La segunda temporada de la serie más costosa de la historia de la televisión se despidió la semana pasada y nos deja infinidad de reacciones indignadas… y millones de fanes felices de volver a la Tierra Media. Porque es innegable que ha atraído a muchos más seguidores que la primera. Me ha parecido una muy sólida temporada, en la que mantienen el nivel excelso en la banda sonora y en el aspecto visual (qué belleza, qué planos, qué fotografía), y mejoran mucho la mayoría de tramas, con mención especial a la de Annatar y Celebrimbor, donde se explora de una forma fascinante la dinámica del mal, de la tentación. La serie corrió el riesgo de humanizar a Sauron, de convertir al Señor de los anillos en un personaje, con sus pasiones y deseos, incluso con una cierta aspiración buena, resto de su origen angélico, pero corrompido hasta la médula. Evidentemente, hablamos de una historia que Tolkien desarrolló en forma de crónica (no novela, como El Señor de los Anillos) y los creadores de la serie se han tomado muchas licencias para dotar a la serie de ritmo y de arco para sus personajes. Como lector compulsivo del autor inglés, apoyo muchas de ellas. En un mundo saturado de obras nihilistas, en las que no existen el bien y el mal y las principales cualidades son el cinismo y la astucia, millones de espectadores hemos vuelto a la Tierra Media a recordar que sí existe el bien, que el mal no puede crear nada por sí mismo. Hemos vuelto a una obra que es profundamente católica, que trata sobre el gran tema: la muerte. Y ello a través de una serie que mantiene esa temática y profundiza en esos conflictos sin llevarlos al lenguaje de la fantasía contemporánea. Además de gustarme mucho como serie, ha sabido captar y adaptar muy bien la literatura de Tolkien. Y eso es verdaderamente un regalo.