En el inicio de la segunda y última sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la sinodalidad, por voluntad del Papa y a iniciativa suya, los padres y madres sinodales celebraron una vigilia penitencial en la basílica de San Pedro, en la cual se pidió perdón por distintos pecados comunitarios de la Iglesia; de todos nosotros. En primer lugar, se pidió perdón por los pecados contra la vida y por no haber defendido lo suficiente la paz del mundo entero. También por todo lo que hacemos contra la creación, lo que podríamos llamar pecados ecológicos. No podía faltar la petición de perdón por los abusos sexuales, de poder y de conciencia que se han dado en el mundo entero y en el seno de la Iglesia, y por los pecados contra la dignidad de la mujer y por la marginación que padece.
Una quinta petición de perdón consistió en el pecado contra el pobre, al haber adornado nuestros altares y a nosotros mismos con preciosidades que han sustraído el pan al hambriento. Además, por no haber ofrecido el Evangelio en estado puro y haberlo disfrazado y aguado a través de normas, estructuras e instituciones que lo han devaluado y han disminuido su fuerza. Finalmente se pidió perdón por no haber sabido vivir una Iglesia sinodal, comunitaria, a partir de la dignidad bautismal de todos los cristianos.
Es interesante que esta petición de perdón oficial hecha con toda solemnidad tiene también su propósito de enmienda. No es cuestión solamente de pedir perdón y seguir como antes. Toda petición de perdón lleva incluida en la práctica penitencial cristiana el propósito de la enmienda, el compromiso por mejorar. Ya había dicho el Papa en el inicio de su pontificado «cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres». Esa es una tarea que nos incumbe a todos y que estará siempre inacabada. Reconocer nuestros errores y hacerlo públicamente no es un gesto teatral, no es un gesto para el aparato, para mostrarnos; sino que parte del convencimiento de que delante de Dios todos somos pecadores y de que la santidad a la que Él nos invita y nos llama y de la que participamos es una tarea a realizar durante toda nuestra vida.
Cómo me gustaría que este paso de reconocer nuestras faltas fuese dado también por otras instituciones. Por ahora la Iglesia lo ha hecho en varias oportunidades, especialmente en las últimas décadas. Francisco ha pedido perdón a víctimas de abusos sexuales cometidos en el seno de la Iglesia varias veces. Y viajó hasta Canadá para disculparse por «la mentalidad colonialista de las potencias que oprimieron a los pueblos indígenas», especialmente por la reclusión de niños en las escuelas residenciales. Ya san Pablo VI abrió el camino levantando la excomunión al patriarca de Constantinopla —y viceversa—. En diversas ocasiones en torno al Jubileo del año 2000, san Juan Pablo II lo hizo por los cismas —con culpa por ambas partes— y el daño a los cristianos ortodoxos y a los judíos —histórica imagen en el Muro Occidental de Jerusalén—; por la intolerancia y violencia ejercida en defensa de la verdad, el desprecio a culturas y tradiciones religiosas, la humillación y marginación a la mujer, la negligencia hacia los pobres y el silencio ante violaciones de los derechos humanos.
Todavía no escuché que un partido político, un Parlamento, un Gobierno, una institución pública, reconozca que han hecho menos de lo que deberían haber hecho o que se han equivocado en alguna cosa. Creo que todos debemos entrar en esta dinámica de sinceridad; de reconocer lo que somos, lo que hacemos y, a partir de esa realidad reconocida, lanzarnos a metas mejores.
El Sínodo es una escuela de compartir, en la que repartimos alegrías, realidades muy positivas del mundo entero que nos son desconocidas; pero que también pone de relieve los defectos y faltas que tenemos entre todos. Por eso es siempre una ocasión de crecimiento personal y comunitario, eclesial, institucional. Que Dios nos ayude a aprovechar esta oportunidad que nos da todavía.