Le veo rodeado de risas y juegos
Domingo de la 27ª semana de tiempo ordinario / Marcos 10, 2-16
Evangelio: Marcos 10, 2-16
En aquel tiempo acercándose unos fariseos le preguntaron para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?». Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?». Contestaron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio».
Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos.
Comentario
Imagino cómo sería aquella escena. Jesús sentado en medio de la multitud. Y, entre la gente, quienes querían ponerlo a prueba con preguntas incómodas. Quienes escuchaban absortos sus palabras. Quienes intentaban acercarse a Él para tocarlo, como la hemorroísa en medio del gentío. Quienes, en las últimas filas, se abrían paso con dificultad con los niños en brazos. Recreo ese momento en el que los discípulos regañaban a los padres amorosos que únicamente buscaban el bien para sus pequeños. Y, entonces, la contestación de Jesús, contraviniendo a sus amigos: «No se lo impidáis». Le veo rodeado de risas y juegos. De la curiosidad inocente de quienes todavía no han cargado con las cruces que inundarán sus vidas y apagarán esa alegría. ¿Qué es ser como un niño para alcanzar ese Reino prometido? Un niño es pureza de alma y de intención. Un niño es dependiente del amor de sus padres. Un niño no puede valerse por sí mismo, está aprendiendo cada día a enfrentarse a sus miedos. Un niño solo se quita los ruedines de la bicicleta si su papá le coge de la mano. Un niño está ávido de aprender de sus mayores, de tener referentes. Un niño cree en la magia y celebra cuando escribe su primera palabra. Un niño necesita que le quieran, que le animen cuando hace bien las cosas y le pongan límites cuando se sobrepasa. Un niño es humilde. Para volver a ser como uno de esos niños que Jesús tomaba en brazos y bendecía con sus manos no hay otro camino que mirar cada acontecimiento de nuestra vida con ojos nuevos. Porque Él, Madre, hace «nuevas todas las cosas».
Y en esa mirada limpia también se contiene la clave fundamental de la primera parte del Evangelio de este domingo. Porque para que lo que «Dios ha unido no lo separe el hombre» y ya no sean dos, «sino una sola carne», se necesita renovar cada día el amor con el corazón puro, vacío de rencores y ávido de perdón. ¿Por qué un hombre repudiaría a su mujer —y viceversa— si no fuera porque no han sido capaces de ser incondicionales en el amor? Cuántas veces el día a día ahoga a los matrimonios. El cansancio de las largas jornadas laborales, cada día más extensas para ambos esposos, y la segunda parte de la tarea, que asalta al llegar a casa: lavadoras, baños, cenas, los deberes de los niños, la organización de la vida social, la comida con los suegros, la pérdida del interés por gustar al otro. La inmadurez manifiesta en no pocas personas cada vez más adultas pero ensimismadas en una sociedad narcisista que solo busca el placer momentáneo y aparta el sacrificio. La incondicionalidad no viene de fábrica; amar al otro en sus luces y en sus sombras es un trabajo de fondo que, ya sabemos, tendrá su recompensa.