Las escaleras finales de la estación de tren de Embajadores, en pleno centro madrileño, son interminables. Y no hay ascensor de acceso a la calle —o no lo encontramos— al menos en ese tramo, pequeño para quienes estén en forma, gigantes para quienes andan con bastón o tienen que cargar con un carro de bebé, como le sucedió a Liliana. Apostada en el primer peldaño, cansada a las ocho de la mañana, tras una noche sin dormir por los cólicos de su hija y ninguna ayuda del padre ausente, intentaba a duras penas alcanzar la meta. Muchas veces escucho la interminable crítica de que en la gran ciudad la gente pasa de largo, inmersa en su teléfono móvil o aislada con los cascos. Por eso quiero, en esta ocasión, hacer gala de lo contrario. Yo cogí de una rueda. La otra, un chaval marroquí que guardó su cigarro inminente y con una sonrisa cargó la mayor parte del peso. Al final de la escalera, dos personas sin hogar que, sentados, disfrutaban de sendas latas de cerveza, las abandonaron ipso facto para bajar y completar el equipo que alzaría casi por los aires a la pequeña Elisabeth. Juntos completamos la gesta, Liliana agradecida, tabúes rotos, sociedad también dispuesta.