«La esperanza constituye el mensaje central del próximo Jubileo», escribió el Papa el pasado mes de mayo en la bula de convocatoria. Lo anunciaba en un momento difícil, cuando a la despiadada guerra de Rusia contra Ucrania se sumaba la de Israel contra Hamás. Cuando la cumbre de Dubai había resultado insuficiente para desacelerar el avance del cambio climático y la crispación de la campaña electoral norteamericana proyectaba nubarrones sobre el futuro de Europa.
Ahora que casi todos hemos vuelto al trabajo, quizá sea buen momento para leer La esperanza no defrauda, la bula de convocatoria del ya cercano Jubileo. Y también Spe salvi, la encíclica de Benedicto XVI. A lo largo de la historia humana, los tiempos difíciles han sido más abundantes que los fáciles, pero el nacimiento de Jesús trajo al mundo un mensaje de alegría y esperanza. Aun así, cada etapa de la historia, como cada vida humana, incluye momentos de tragedia —a veces para pueblos enteros— y otros de fiesta. Cualquier observador realista verá con inquietud el aumento de los populismos, la crispación fomentada en las redes, el auge de las autocracias y la creciente desvergüenza de las cleptocracias, incluidas las de Asia o la de Rusia en Europa. Pero también notará, como un viraje milenario, la asombrosa mejora de la relación entre las grandes religiones desde que Juan Pablo II convocó la primera Jornada Mundial de Oración por la Paz en Asís en 1986, o desde que el Papa Francisco y el gran imán de al-Azhar firmaron en Abu Dabi el documento sobre la Fraternidad Humana por la Paz Mundial y la Convivencia Común en 2019.
La pasada semana, el gran imán de Yakarta enseñaba al Papa el Túnel de la Amistad que une la espectacular mezquita Istiqlal con la vecina catedral, dándole acceso al aparcamiento y facilitando que «ahora hay más católicos que van a Misa a la catedral». Al despedirle, el gran imán besó la frente al Papa, sentado en la silla de ruedas, quien le respondió besando su mano.