La indiferencia que mata
Ellos, sin pretenderlo, se han convertido en enemigos de quienes no permitimos que desbaraten nuestra civilización exquisita. A una barca inestable uno no se sube por gusto. Ser inmigrante no es una aventura sino una desgracia
No sé si te has parado a pensar que andamos ya demasiado sobrados de indiferencia. Quizás al detenerte en esta fotografía has pasado página pensando que es una más de las que nos han acostumbrado los telediarios. Ese es el principal efecto de la indiferencia: endurece el corazón y elimina cualquier rastro de compasión. Por eso todavía martillean las palabras lapidarias con las que el Papa Francisco concluyó la última audiencia general del mes de agosto: «Lo que mata a las personas migrantes es nuestra indiferencia y esa actitud de descartar».
En el centro de la imagen, una asistente sanitaria lleva en brazos a una pequeña recién rescatada, abrigadísima, en medio del implacable sol de verano. Posiblemente su madre se lo enfundó como escudo protector ante un viaje en mar que en esta ocasión terminó bien, al menos para su hija. Los rostros de las demás personas aparecen desdibujados, como zombis sin familia. Una tristeza pegajosa que algunos quisiéramos acunar, que algunos otros quisieran esconder y que sigue siendo un símbolo del drama migratorio. Francisco nos ha enseñado a mirar a los migrantes a los ojos. Sabe que ahí también está la Iglesia que Dios le ha pedido cuidar. Ellos, sin pretenderlo, se han convertido en enemigos de quienes no permitimos que desbaraten nuestra civilización exquisita. A una barca inestable uno no se sube por gusto. Ser inmigrante no es una aventura sino una desgracia. Hemos pasado de la compasión a la indecencia cuando optamos por ignorarlos.
En esta materia el Papa se ha convertido en un altavoz de conciencias. Durante esta audiencia general veraniega, Francisco no solo señaló el mar como lugar de muerte. Se refirió también a los desiertos en los que se les abandonan para que nunca lleguen a Europa: «Hay quien opera sistemáticamente y con todos los medios posibles para rechazar a los migrantes». «Cuando se hace esto con consciencia y responsabilidad, es un pecado grave».No son palabras huecas o fáciles, porque el Pontífice es muy consciente de que la solución no es sencilla: «No es mediante leyes más restrictivas ni con la militarización de las fronteras, ni con las expulsiones como vamos a obtener este resultado. Lo obtendremos ampliando las vías de acceso seguras y regulares para los migrantes, facilitando el refugio para quien escapa de las guerras, las violencia, la persecución y las tragedias; lo obtendremos favoreciendo una gobernanza global de las migraciones fundada en la justicia, la fraternidad y la solidaridad. Y uniendo fuerzas para combatir la trata de seres humanos, para detener a los criminales traficantes, que sin piedad explotan la desgracia de los demás».
Ahora que las Canarias están desbordadas necesitamos como nunca un pacto nacional de migraciones, como acaba de pedir el cardenal Cobo, que nos ayude a afrontar el principal desafío de este siglo. Lo peor sería utilizar a los inmigrantes para tirarse los trastos a la cabeza. Ante esta crisis humanitaria, optar por una pose electoralista no soluciona el problema, sino que genera más desconcierto.