Simone Weil: la atención es amor
La actualidad de esta pensadora francesa es abrumadora en el campo social y ciudadano: nos recuerda que nuestra voluntad se ha mercantilizado
En uno de sus textos de juventud, la pensadora francesa Simone Weil (1909-1943), cuya filosofía experimenta actualmente un justificado protagonismo, escribió que la única forma lícita y moral de relacionarse entre seres humanos es aquella «en la que cada uno permanece libre en todo momento». Una libertad que desemboca en la exigencia de que cada individuo debe estar en disposición de mantener a salvo «lo más precioso que existe», es decir, «el poder de dirigir el propio pensamiento».
Para ello es indispensable, defendió Weil en La persona y lo sagrado, «discernir y abolir todo lo que, en la vida contemporánea, aplasta a las almas» bajo los tiránicos yugos de la injusticia y la mentira. Sostuvo que, antes que el derecho positivo, existe una irremplazable obligación individual y común por buscar y practicar unos principios rectores que orienten las acciones de las instituciones que nos gobiernan: «Los derechos están sujetos a condiciones determinadas. La obligación solo puede ser incondicionada», porque, apuntaba Weil, «está más allá de este mundo».
La obligación moral es, pues, sagrada. Sin la comparecencia y aplicación de tales principios, abanderados por la libertad de pensamiento y acción de cada individuo, estaremos abocados a considerar a algunos sujetos como más prescindibles que otros, en la medida en que alimenten más o menos el sistema productivo que eclipsa y devora nuestras esperanzas y perpetra la desdicha. Si hay que caracterizar de algún modo la justicia, afirmó Weil, debemos señalarla como «el resplandor de la belleza», que «es el misterio supremo aquí abajo» y que por ello reclama nuestra mayor atención.
Porque la atención es amor: «Escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla». A quienes son víctimas de la desdicha —malheur, concepto central en la antropología de Weil— en cualquiera de sus formas (desempleo, precariedad, persecución, exilio, guerras), es como si se les hubiera cortado la lengua, y «rápidamente se vuelven inútiles para el uso del lenguaje debido a la certidumbre de no ser escuchados». La auténtica impotencia y la más detestable y denunciable desgracia es la de no poder ser escuchados. Solo una atención «intensa, pura, desinteresada, gratuita, generosa», la cual, sugirió Weil, es «operación sobrenatural de la gracia», puede ponernos en contacto con el otro para que sea un igual, para brindarnos mutuamente la capacidad de pensar y pensarnos en un mismo nivel para que nadie tenga que expresarse mediante el «grito mudo» que caracteriza a los desdichados.
La actualidad de Weil es abrumadora en el campo social y ciudadano. Al comienzo de Echar raíces señaló que «cuando las posibilidades de elección son tan amplias que resultan nocivas para la utilidad común, los hombres no disfrutan de la libertad». O lo que es lo mismo: bajo capa de autodeterminación se nos presenta hoy una cantidad inasumible de estímulos (películas, música, viajes y un sinfín de productos) entre los que nos vemos apremiados a elegir.
Bajo el manto de un insaciable capitalismo que se adueña de cualquier experiencia humana, todo se ha convertido en una mercancía, en un artículo de consumo. Sobre todo nuestros miedos, angustias y frustraciones, que empresas, coaches, gurús y partidos políticos pujan por aliviar o satisfacer, bien sea mediante la compra compulsiva y el gasto, a través de melifluos mensajes de autoayuda o mediante la polarización y la obtención emocional del voto. No somos más que ejecutores al servicio del rendimiento, del lucro y de la rentabilidad. Del poder.
El deseo como producto de consumo: nuestra voluntad se ha mercantilizado. Asediados emocionalmente por tal aluvión, nos refugiamos de manera irremediable «en la irresponsabilidad, la puerilidad y la indiferencia» —continúa Weil—, y entonces «solo hallamos tedio». Un análisis del todo adivinatorio.
Recuérdese el dañino influjo que algunos influencers actuales, con legiones de seguidores, ejercen sobre adolescentes y jóvenes al respecto de una obligada ostentación de un puesto económico predominante en la sociedad. Sobre este particular, denunció Weil proféticamente: «Al hacer del dinero el estímulo único o casi único de todos los actos, la medida única o casi única de todas las cosas, el veneno de la desigualdad se ha diseminado por todas partes», transformándonos en contendientes que no se escuchan sino por interés. Y es que «al sucumbir bajo el peso de la cantidad, al espíritu no le queda otro criterio que el de la eficacia», que lo asfixia.
La filosofía de Simone Weil, en particular La gravedad y la gracia, es una mística inmanente de la atención que se traduce en una búsqueda incansable de la belleza. Cuando no supeditamos nuestra mirada a vanos apegos y deseos de posesión, sino que la entrenamos para la no indiferencia ante la desdicha, la solidaridad y la atención al otro, un brillo de eternidad se deja sentir.