Ofrecimiento y gratitud, pero ante todo memoria - Alfa y Omega

Memores offerimus et gratias agimus. Cada día, en las iglesias de todo el mundo, en todos los idiomas del mundo, resuena esta frase después de la consagración. Memoria, ofrecimiento y gratitud, pero ante todo memoria.

Pese al acantonamiento que sufre en la educación y, más en general, en nuestra propia vida, la memoria es una dimensión fundamental del hombre. La memoria, no el recuerdo peregrino que se asoma alguna vez a la mente, sino la conciencia, a menudo rumiada, de qué es lo más importante de la vida. Y esta memoria es la que, en los tiempos de oscuridad, sostiene.

Es llamativo que, al comenzar la lectura de la Odisea, el lector no se encuentre con las apasionantes aventuras de los cíclopes o de Escila y Caribdis, ni con el agudo plan de reconquista de la isla de Ítaca. Homero, en cambio, describe a un hombre, Ulises, que, sentado frente al mar, llora por la añoranza de su patria. 

A mis alumnos siempre les digo que Ulises fue un hombre definido por su nostalgia. Zarpó forzosamente para Troya dejando a su mujer, Penélope, con su hijo Telémaco aún pequeño, y tras diez años de guerra vagabundeó por el mar otros diez hasta conseguir alcanzar su tierra, la isla de Ítaca. En este largo viaje, Ulises se enfrentó a monstruos terribles, perdió a todos sus hombres y hasta fue hospedado y amado por mujeres divinas; sin embargo, nunca le abandonó el deseo y el empeño de volver a su casa. ¿Cómo lo sostuvo esa nostalgia, ese «dolor del regreso» —este es el significado de la palabra en griego—, cuando tantas veces los hombres renunciamos a nuestros deseos a la primera (o segunda) piedra en el camino?

Creo que un episodio, el de la diosa Circe, lo muestra de modo especial. En el medio de su viaje, Ulises arriba a una tierra que desconoce, y envía a algunos de sus hombres a explorarla. Encontrada la casa de Circe e invitados por la bellísima diosa a entrar, estos son transformados en cerdos por unas de sus pócimas: todo el resto de la aventura consistirá en el esfuerzo de Ulises para que Circe devuelva a sus compañeros su aspecto humano. Más allá del suspense de la aventura, es muy sugerente una anotación de Homero: convencida por Ulises, al ungir Circe los cerdos con un nuevo ungüento, estos vuelven a ser hombres, pero no iguales que antes, sino más jóvenes, más hermosos y más fuertes. Creo que el clasicista francés Jean-Pierre Vernant acierta en su interpretación: al transformarse en animales, estos hombres sufren una bestialización, son llevados al olvido de su identidad. Recorrer el camino de salida de esa muerte de lo humano, recobrar esa memoria que es lo propio de lo humano, es lo que permite una mayor certeza, una mayor solidez en el camino de la vida. Quizá sea por esa experiencia de fortalecerse, de hacerse más bello, de readquirir el vigor propio de la juventud que Ulises se mantiene fiel en su memoria y acabará volviendo a encontrarse con Penélope en un larguísimo abrazo lleno de lágrimas de alegría.

La experiencia de los compañeros de Ulises, y de Ulises mismo, la conocemos bien: equivocarnos, separarnos, alejarnos de lo que sabemos verdadero, nos pasa a menudo en la vida. Así, volver a adherirnos a ello y recibir de allí la vida, la fuerza y la alegría intrépida que nos hacen vivir en agradecimiento, es bagaje común. Lo que ni Ulises ni Homero sabían es que es el bien recibido lo que abre a la memoria; sin ese bien, los escollos de la vida —que pueden ser muy grandes— hacen que uno solo quiera e intente olvidar. De escollos, cada uno tenemos los nuestros, pero uno es común: la muerte propia y la de quienes amamos. Allí surgen inevitables las preguntas: «¿Volveremos a vernos?, ¿se acordará de mí?, ¿me seguirá queriendo?». San Agustín, obispo de Hipona a caballo entre los siglos IV y V, también se lo tuvo que preguntar cuando moría su queridísimo amigo Nebridio. En un pasaje inolvidable de sus Confesiones (IX,6), Agustín afirma, con seguridad, la respuesta a lo que antes fue ciertamente objeto de su inquietud: que Nebridio no puede haberse olvidado de él, «porque tú, Señor, a quien él bebe, eres Aquel que se acuerda de nosotros».

Homero no sabía, Ulises no sabía de dónde brotaba esa memoria que le hacía fuerte. Agustín lo sabía, y, con él, nosotros también lo sabemos.