Dicen las conclusiones del Consejo de la UE del 14 de mayo que los influyentes, esto es, los creadores en línea que publican contenidos en redes sociales, «pueden ser perjudiciales tanto para la salud mental de las personas como en el plano social, en ámbitos como la democracia». Reclaman políticas para fomentar en ellos un comportamiento responsable; una sugerencia que puede orientar la agenda de la Comisión Europea que se forme tras las recientes elecciones al Parlamento Europeo. Recuerda algo este enfoque al del paquete de tabaco, pero sin las perturbadoras imágenes que deberían desincentivar su consumo. Estos prescriptores del siglo XXI, como han sido llamados, tienen como objetivo primordial mover nuestros deseos de acumular lo innecesario e incitar a su compra a golpe de clic. A eso dedican su vida, minuto a minuto, y a satisfacer, en muchos casos, su necesidad morbosa de atención. Y lo consiguen entre la miríada de influenciables que han vinculado su cotidianeidad a un vendedor de mercadería, eso sí, mucho más sofisticado. Y dice la Unión Europea que los influyentes «necesitan capacidades de alfabetización mediática para comprender las posibles consecuencias negativas del intercambio de información errónea y desinformación, la incitación al odio en línea, el ciberacoso y otros contenidos ilícitos o nocivos». Es decir, se los presume homo sapiens de la venta, pero más analfabetos que un neandertal. Preocupante es que esto sea así, si lo fuera; pero no menos que la UE vea desinformación por doquier y putinismo galopante en cada esquina.
La UE quiere evitar que sus ciudadanos sean mal informados o desinformados. Loada sea por sus instintos de protección paternal (o, mejor, maternal, dado que la Unión es femenino). Pero, en un exceso psicológico, me atrevo a aventurar que la mamá (la Unión) y sus Estados miembro tampoco quieren perder, de paso, el control de la información que reciben sus ciudadanos. Sé que suena a conspiración, pero puestos a confesarse, peco de pensamiento. Lo pienso y creo que no es la cuota neurótica que me corresponde en una sociedad posmoderna. Tienen razón nuestros lideres europeos al creer que quien posee capacidad de influencia mercantil, la tiene más allá del comercio. Ellos lo saben muy bien, por experiencia. Y no es irrazonable explicitarlo y hacer algo para evitar sus efectos perversos. Pero en tal ejercicio de corta y poda, es de temer que no solo las malas yerbas vean guillotinado su futuro. Dos pájaros de un tiro —¿debería pedir perdón a los animalistas?—.
La prohibición del discurso del odio —concepto vago, impreciso y fácilmente usable como arma ideológica contra la disidencia—, recuerda al inenarrable artículo 58(10) del Código Penal soviético que penaba la subversión y debilitamiento de la autoridad soviética, al que Solzhenitsyn dedicó estas palabras: «¿Quién de nosotros no ha experimentado su abarcador abrazo? A decir verdad, no hay paso, pensamiento, acción o falta de acción bajo el cielo que no pueda ser castigado por la pesada mano del artículo 58». ¿Y si, en un comentario el influyente suelta un «eso es un cuento chino»? ¿Se le ha de perseguir por discurso del odio étnico? A propósito, dice el ínclito Erdogan que criticar la sharía es islamofobia… Así está nuestro patio.
Los influyentes que crean contenido quieren vender. Pero sabemos que hasta el comercio puede ser un acto político. Se pide hoy por doquier romper lazos comerciales con Israel, pero no con la férrea teocracia saudí, la China perseguidora de los uigures, o un Azerbaiyán que practica limpieza étnica contra los armenios. ¿Y si un influyente vende software israelí y alaba la capacidad innovativa del país? ¿Se le ha de cancelar?
La preocupación expresada por la UE no digo que no sea razonable, pero las recetas y las vacunas sociales que ofrece merecen reflexión, quizás prevención y, en ocasiones, rechazo. Democracia es una palabra mayor, como lo es la expresión «derechos humanos». Si realmente en las redes sociales se juega la salud de las personas y la democracia tal y como la conocimos —hoy ya ha sido degradada y debilitada—, hemos de pensar en las causas de tan lamentable situación. Y no creo que los influyentes sean la pieza central del rompecabezas. Alfabetizar y concienciar, pero ¿de acuerdo con qué principios o verdades? En todo caso, son paños calientes. El mal es más profundo. Necesitamos antibióticos y, quizás, cirugía. En buena parte de las sociedades europeas se ha torpedeado a la autoridad familiar y dañado la célula básica de la sociedad. Se ha negado la existencia de una ley natural imprescindible para mantener un orden social, vociferando el grito zapateril: «La libertad os hará verdaderos». Se trata a las personas como productores y consumidores, cuando no como meros objetos. Se ha difamado el cristianismo, pilar de nuestra civilización, y hecho mofa de lo sagrado. Y erre que erre, pensamos que todo puede seguir igual y que tal cúmulo de dislates no tiene consecuencias. Las tiene y las vemos. Pero siguen pensando quienes nos gobiernan que podemos continuar con este modo de vida y tratar los síntomas de la enfermedad, como si ello llevara a la cura. Es el espíritu europeo el que está enfermo y su curación (también de los males sociales que lo afligen) pasa por la verdad del hombre, que en su integridad está contenida en el mensaje cristiano.