Papúa Nueva Guinea se repone de su pesadilla - Alfa y Omega

Papúa Nueva Guinea se repone de su pesadilla

Muchas familias siguen esperando poder ser evacuadas tras el deslizamiento de tierra en el país que visitará el Papa en septiembre

Victoria Isabel Cardiel C.
La hermana John Mary fue una de las primeras en dar asistencia a los supervivientes
La hermana John Mary fue una de las primeras en dar asistencia a los supervivientes. Foto cedida por la hermana John Mary.

La montaña se resquebrajó en plena noche del 24 de mayo y, en pocos minutos, su ladera se transformó en un caudal de tierra que engulló con voracidad la aldea de Kaokalam, en la región de Enga de Papúa Nueva Guinea. «Sucedió en plena noche y no hubo ninguna señal que alertase de que iba a desplomarse», relata el vicesecretario general de la conferencia episcopal del país, el italiano Giorgio Licini. No se saben las causas, ni si los afectados podrían haber evitado tal embestida. Pero también es cierto que nadie les advirtió de los riesgos de levantar sus chozas de barro, ladrillo y arena en esta zona a más de 2.000 metros de altura.

Han pasado casi 15 días, pero la tragedia está muy lejos de terminar. «Hay mucha gente que sigue esperando ser evacuada porque las montañas cercanas en el área afectada, de unos 200 kilómetros cuadrados, también se han agrietado ya», asegura. Además de a sus seres queridos y su hogar, han perdido su principal método de subsistencia: «Eran agricultores y perder la tierra es un poco como perder la posibilidad de un futuro», explica Licini.

A sus 87 años, el Papa Francisco visitará las ciudades de Port Moresby y de Vanimo del 6 al 9 de septiembre, en el marco de un viaje más largo que también le llevará a Timor Oriental y a Singapur. Sin embargo, no podrá acercarse hasta la zona del desastre: «El tiempo es muy limitado y para llegar hasta allí, además de una hora de vuelo, hay que conducir al menos otras tres», asegura el misionero italiano. Pero con toda probabilidad el Pontífice podrá reunirse con un grupo de supervivientes en la capital.

Las esperanzas de encontrar a alguien con vida en las entrañas de la montaña —el corrimiento de tierra dejó agujeros de hasta ocho metros de profundidad— se desvanecieron poco después de la catástrofe. Sobre todo, porque la única carretera de acceso a esta remota zona quedó completamente destruida tras el desprendimiento. «Ha sido imposible llevar maquinaria pesada para las labores de rescate. Tampoco han podido llegar ambulancias ni medios de transporte más eficaces o helicópteros», resume Licini.

Las familias lo han perdido todo y esperan poder ser evacuadas
Las familias lo han perdido todo y esperan poder ser evacuadas. Foto cedida por la hermana John Mary.

La sede de la diócesis de Wabag, a la que pertenece la zona, está a unas dos horas y media en coche. Por eso, en cuanto tuvieron noticia de lo sucedido se movilizaron para llevar a los 1.322 supervivientes alimentos, ropa, agua, mantas, esterillas y botiquines de primeros auxilios. «Llevamos a los heridos graves en camillas hasta nuestros centros de salud y al hospital», explica la hermana John Mary, que condujo por la carretera durante una hora, pero después se vio obligada a caminar —con el material de ayuda a cuestas— unos 20 minutos. La zona está marcada por los enfrentamientos tribales, lo que hace que sea extremadamente peligrosa. «Nosotros pudimos pasar porque respetan a los misioneros y a los miembros de la Iglesia; nos escuchan. Les pedí a los combatientes que nos cedieran el paso y pasamos», detalla la religiosa.

Con todo, no pudo llegar hasta la zona de emergencia y se quedó donde habían huido en masa las familias. «Todo el mundo lloraba desconsolado, casi no nos contestaban cuando les hablábamos, estaban completamente en shock», explica. Los días siguientes a la avalancha mortal todos se afanaron en buscar los restos de sus familiares con sus propias manos. «Hicieron todo lo que podían manualmente. Cortaban ramas afiladas de los árboles que luego utilizaban como herramienta para levantar las pesadas piedras y para cavar en el suelo. Se percibía un olor nauseabundo», agrega. Al cierre de esta edición habían conseguido rescatar once cadáveres —cuatro mujeres, tres hombres y tres niños— y la pierna de un hombre.

Dos semanas después de la riada incontrolable de piedras y palos, no está claro el número real de muertos. La ONU ha estimado en más de 600 los decesos. Las autoridades del país, en 2.000. Sin embargo, para la diócesis de Wabag esta es una cifra muy superior a la real: «Han mentido deliberadamente con el número de las víctimas mortales. El Gobierno aquí es muy corrupto y lo único que quiere es quedarse con el dinero extranjero» inflando las cifras, denuncia la hermana Mary. «Nuestras estimaciones, tras hablar con los supervivientes, es de 178 muertos», recalca. La diócesis quiere hacer un recuento exacto y cotejarlo con los datos suministrados por el Gobierno. Una cosa es cierta: los cuerpos enterrados han empezado a descomponerse y se teme que los virus asomen entre quienes sobrevivieron y permanecen atrapados entre las ruinas de este lugar.