Me toca renovar el permiso de residencia. Hago la cola, en comisaría, con otros extranjeros: una señora china, dos empresarios italianos y la viuda serbia de un argelino… Tengo todos los papeles. Pero sé que represento una minoría que no todos ven con buenos ojos en este país. Mientras espero me acuerdo del libro Hermanito, que cuenta una historia de migración desde Guinea hasta Irún, pasando por Argelia. También me acuerdo de Sansón, que llegó en patera hace años y ahora es el sacristán de mi parroquia en Granada. Me acuerdo de Bona, el refugiado que vivía en la casa de enfrente y que acaba de ser instalado en Estados Unidos. Me acuerdo de como cada año esperamos a los empresarios, a los diplomáticos y a sus familias, así como a los nuevos misioneros y estudiantes de África Subsahariana para que formen parte de nuestra comunidad parroquial.
Y mientras espero para entregar los documentos, me doy cuenta de que soy extranjero y que veo con buenos ojos la llegada de otros extranjeros como yo. Tomo conciencia de que mi presencia no gusta a todos y que incluso provoca rechazo, acusando a las autoridades de facilitar la «importación de religiones extrañas». Algunos dirán que como hacemos el bien sin distinción, eso nos convierte en bienhechores de la sociedad. Pero hay que saber que, justamente por tener un impacto social, nuestra presencia no es deseada por algunos. Acepto esta desconfianza y el rechazo hacia lo que represento con un poco de resignación.
El cristianismo, desde que los apóstoles fueron enviados por Jesús a los cuatro puntos cardinales, ha roto la dicotomía entre lo local y lo foráneo, pues si bien la comunidad cristiana busca echar raíces en un pueblo y en una cultura, esta misma comunidad sabe que su origen está fuera de ella y busca, a su vez, expandirse más allá de sus fronteras físicas y culturales. Y ser misionero es formar parte de aquellos que, como los puentes, se apoyan en dos orillas, aunque lo esencial reside en ser la pasarela que permite el paso de la gente. Y para realizarlo he decidido ser extranjero. Es mi turno y el funcionario me dice: «Bienvenido».