Recuerdo nítidamente, como si lo tuviese delante, a aquel voluntario de la Orden de Malta que, 15 días después del inicio de la invasión rusa de Ucrania, estaba apostado en la frontera con Eslovaquia sin dormir desde hacía días. Con un café en la mano, librero de profesión, había echado el cierre a su sustento diario para avisar al reguero de madres, abuelos y niños que huían de las bombas para que no se subieran en cualquier coche, autobús o camión. Hubo quien lo hizo y nunca más se supo. A otros les estafaron el poco dinero que llevaban encima. Que haya tanta maldad como para hacerse pasar por una mano amiga y secuestrar, estafar o violar a quien huye de la muerte es un dolor que me ha acompañado estos dos años. No puedo articular qué pasa por la mente de esos hombres que suben al vehículo a unos niños con su peluche más preciado en las manos. Ahora toca en Gaza. Estafas millonarias para cruzar con camiones humanitarios o con vehículos que trasladan familias a lugares seguros. El trayecto que antes costaba 500 euros ahora cuesta 10.000. Saben que los padres, muertos de miedo por sus hijos, darían hasta la vida por ellos. El mal acampa entre nosotros.