La relación con Él es el cielo en la tierra - Alfa y Omega

La relación con Él es el cielo en la tierra

Domingo de la 2ª semana de Cuaresma / Marcos 9, 2-10

Jesús Úbeda Moreno
Transfiguración. Iglesia dominica de Nuestra Señora del Rosario en Portland (Estados Unidos)
Transfiguración. Iglesia dominica de Nuestra Señora del Rosario en Portland (Estados Unidos). Foto: Lawrence OP.

Evangelio: Marcos 9, 2-10

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.

Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.

Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:

«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».

No sabía qué decir, pues estaban asustados.

Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:

«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».

De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.

Cuando bajaban del monte, les ordenó que contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.

Esto se les quedó grabado, y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.

Comentario

En este segundo domingo de Cuaresma escuchamos todos los años la narración de la transfiguración del Señor, este año según san Marcos. Apenas empezado el camino de la cruz, ya se nos ofrece el destino último de este camino. Hoy se nos otorga una gracia singular en este camino cuaresmal, siendo testigos de que todo termina en la victoria y en la glorificación de Cristo, y, en Él, la de todos nosotros.

El trágico equívoco del que habla Henri de Lubac es un contraste muy interesante a lo que nos muestra el Evangelio de este domingo. La percepción de Dios como un obstáculo a la felicidad de los hombres no tiene nada que ver con la Buena Nueva que hace presente Jesús en la historia. Para muchas personas, la presencia de Dios en la historia no es una buena noticia, sino todo lo contrario, la peor de las noticias. El oscurecimiento de la luz evangélica ha llegado hasta límites irracionales. ¡Qué trágico equívoco! y ¡qué trágica tergiversación de la Palabra de Dios y la experiencia de la tradición! Trágico, porque introduce en el camino del hombre un obstáculo muy grande en la relación con Dios, y equívoco, porque la vida de Cristo que se hace presente en la vida de la Iglesia contradice absolutamente esa percepción de Dios.

«¿Si Dios está con nosotros, quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?» (Rm 8, 31-32) El cristianismo es la experiencia de que en la relación con Cristo se nos ha dado la plenitud de la vida. Todo lo que esperábamos de bueno, bello y verdadero en la realidad, se nos ha dado centuplicado en Cristo. La relación con Él es el cielo en la tierra, precisamente lo que nos muestra la transfiguración. Solo la experiencia de plenitud de vida en Cristo, aunque sea de modo incipiente, hace que nuestra adhesión y seguimiento a Él sea razonable también en nuestro camino de cruz particular.

«¿Quién acusará a los elegidos de Dios?, […] ¿quién condenará?» (Rm 8, 33-34) La plenitud que aporta a la vida la relación con Cristo hace que dejen de acusarnos y condenarnos las cosas que nos faltan, los proyectos frustrados, el hecho de que las personas o las circunstancias que me rodean no sean como yo he pensado, el propio pecado y el ajeno. La relación con Cristo es la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 32). Libres para vivir de Él y para Él, y así poder amar todo y a todos de una forma verdadera.

Ya nada está en nuestra contra, todo transcurre a nuestro favor, porque todo se convierte en una oportunidad de crecer en la certeza del amor que nos ha alcanzado y cautivado. Es el amor de Dios que se plasma en la comunión de la Iglesia. Si Dios está entre nosotros, si Dios vive entre nosotros, si en nuestra comunión experimentamos un amor más fuerte que el pecado y la muerte, «¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8, 32). En la comunión de la Iglesia encontramos la fuente de nuestra alegría, esa prenda del cielo en nuestra tierra necesitada. A diferencia de los discípulos, es una experiencia que cuando es vivida y acogida de forma verdadera nos impulsa a ir al encuentro de nuestros hermanos. A bajar de nuestro Tabor particular o, mejor dicho, a hacer posible el Tabor en la llanura, llevando el resplandor de su luz y la voz de su misericordia a aquellos que todavía no lo conocen, con la certeza de saber que justamente en la entrega hasta el extremo de la vida por los demás están la verdad y el significado de la vida. Pero sin dualismo ni espiritualismo alguno, porque el Señor ha querido identificarse con nosotros, especialmente con los más necesitados: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40).