A Carlos III de Inglaterra le han diagnosticado cáncer. La noticia me ha pillado viendo la última temporada de esa joya de la corona que es The Crown y de la que en alguna ocasión hemos hablado aquí. La cuarta temporada fue espléndida, la quinta bajó el nivel y ahora la sexta, sin llegar a la cumbre, cierra la serie con un más que digno canto del cisne. En la temporada final, Peter Morgan cambia la estructura narrativa a la que nos tenía acostumbrados —y en la que transitaba casi a capítulo por año—, y se centra en torno a la muerte de la princesa Diana, en aquel fatídico túnel de París un 31 agosto de 1997. La serie cierra haciéndonos ir hacia atrás, en los meses anteriores a la tragedia, y hacia adelante, sumida en la melancolía de la reina Isabel, que ve como fuera de los muros de palacio el mundo es diferente al que a ella le hubiera gustado.
El director intenta contener la mano, pero, inevitablemente, la temporada es la más melodramática de todas. Hay trazas de culebrón en algunos capítulos, porque Lady Di manda y su historia arrasa en las dos partes en las que se divide la temporada (antes de su muerte y después, también, con su arrolladora ausencia). No obstante, lo mejor es que, caso Diana aparte, The Crown vuelve por sus mejores fueros y le toma el pulso a una época marcada por la incertidumbre, con la reflexión aguda sobre aquello que ha de cambiar y lo que ha de permanecer. En este sentido, The Crown abre el final y coloca el acento en el legado, en las venideras generaciones. No es casualidad que el príncipe Guillermo y Kate, fuera de la pompa y de los focos, tengan tanto protagonismo en la trama.
Nos queda para la historia esta corona, siempre elegante y, al mismo tiempo, siempre frágil. Una pieza de orfebrería que lucirá entre las series de época y entre los biopics de reinas, reyes, princesas y príncipes. Dios salve a todos. La ficción ha hecho lo que ha podido y la verdad es que lo ha hecho bastante bien.