Como sucede una o dos veces al año desde hace una década, los sectores más politizados y conservadores de Estados Unidos vuelven a agitar el riesgo de cisma. Esta vez, a raíz de la sanción del Papa Francisco al obispo Joseph Strickland por la mala gestión de su pequeña diócesis de Tyler, cerca de Dallas, y la retirada de privilegios económicos no justificados al cardenal Raymond Burke, quien dejó de presidir el Tribunal de la Signatura Apostólica en el 2014.
Las amenazas americanas empezaron ya en 2013 y se hicieron más chillonas en 2014 a raíz del Sínodo sobre la familia. En los primeros años, la financiación indirecta de docenas de grupos y medios informativos ruidosamente hostiles a Francisco provenía de industrias carboneras y petroleras molestas con la encíclica Laudato si, hasta que algunas empresas de armamento y, después, los sectores más conservadores del partido republicano fueron tomando el relevo.
En 2017, el estratega de Donald Trump, Steve Bannon, y otros agentes emprendieron el montaje de un contra Vaticano nacionalista en la cartuja de Trisulti, cerca de Roma, pero el proyecto naufragó. Ahora, el exnuncio en Washington Carlo Maria Viganò —famoso por haber pedido la dimisión del Papa en 2018 y que ejerce desde entonces un esperpéntico magisterio contra Bergoglio y contra el Concilio Vaticano II— está organizando en Viterbo un seminario tradicionalista propio, al estilo de los lefebvrianos.
Para poner el problema de Estados Unidos en su justa perspectiva conviene saber que en sus dos siglos de historia se han ido separando de Roma unos 250 grupos católicos con al menos un obispo a la cabeza y sacerdotes propios. Casi nadie los conoce, porque son cismáticos marginales. Es muy fácil hablar de cisma, pero muy laborioso y caro ponerlo en práctica.
Lo que sí continuará es el ruido y la manipulación política de los católicos norteamericanos para llevarlos a posturas cada vez más conservadoras y extremas. La crispación, polarización y negatividad avanzan debido, en parte, a que un quinto de los obispos son lentos en adoptar la renovación espiritual del Papa Francisco, entender el modelo de los primeros cristianos y difundir la alegría del Evangelio.