Hablemos del suicidio - Alfa y Omega

En su última novela, No me salves, la genial Beatriz Manjón trata un tema sobre el que la clase políticomediática parece haber decretado silencio: el suicidio. Yo, ante tantas omisiones, le agradezco mucho que lo haga. Aunque los grandes medios de comunicación se obstinen en soslayarlo, el suicidio es el gran drama de nuestros días, el elocuente síntoma de una sociedad desesperada. Solo en 2022 —estremece escribirlo— se suicidaron más de 4.000 españoles.

El suicidio existe desde antiguo; desde que un ser llamado hombre, un ser con aspiraciones absolutas y capacidades limitadas, habita la tierra. Casi siempre ha sido concebido como un hórrido desorden: «Aplicaremos al hombre las palabras “no matarás”, entendiendo: ni a otro ni a ti, puesto que quien se mata a sí mismo mata a un hombre», señala san Agustín al inicio de La ciudad de Dios, cuando comenta el caso de Lucrecia, una mujer romana a la que ultrajó el hijo del rey Tarquinio y que, incapaz de sobrellevar la onerosa carga del oprobio, terminó suicidándose. Lucrecia, que había sido víctima de un salvaje, se convirtió después en victimaria de sí misma: «El hecho de darse muerte por ser la víctima de un adúltero, sin ser adúltera, no es amor a la castidad, sino debilidad a la vergüenza», sentencia el obispo de Hipona.

Chesterton es, si cabe, más radical que Agustín. Para él el suicidio no es un mal equiparable al homicidio, sino el peor de los crímenes que pueden perpetrarse: «No es que el suicidio sea un pecado, sino que es el pecado. Es el mal definitivo y absoluto, la negativa a amar la existencia y a pronunciar el juramento de fidelidad a la vida. Quien mata a un hombre mata a un hombre. Quien comete suicidio mata a todos los hombres y, por lo que a él respecta, borra el mundo de un plumazo». Quizá sorprenda la vehemencia del escritor inglés. No debería, en realidad. El suicida rechaza abiertamente lo que Chesterton siempre defendió: que la vida es un don y que, precisamente por eso, hemos de agradecérselo alegremente a Aquel que nos lo ha concedido.

Todo esto es verdad. En cualquier caso, conviene tener en cuenta que el hombre es un ser naturalmente inclinado al prójimo; que, por tanto, todos sus actos tienen una dimensión comunitaria y que el suicidio no es una excepción. Cuando hablemos de un suicidio debemos recordar que el suicida ha nacido en el seno de una familia, que probablemente haya jugado con unos hermanos, se haya rebelado contra la autoridad de unos padres y haya llorado la muerte de unos abuelos. Cuando hablemos de un suicidio, debemos recordar que el suicida pertenece a una comunidad que le ha dado un idioma con el que cantar el esplendor de una alborada o la belleza de una mujer, unos héroes a los que emular y un Dios al que alabar. Cuando hablemos de un suicidio, debemos recordar que el suicida es una persona y no un individuo.

Es probable que, una vez recordado esto, el crimen del suicida nos resulte aún más sórdido. No solo ha atentado contra su vida, sino contra la familia que lo ha amado y contra la comunidad que lo ha educado. No solo se ha infligido un daño irreparable a sí mismo; también ha infligido un daño difícilmente reparable a quienes han intervenido de un modo u otro en esa vida que le dolía. El rostro del suicida adquiere así los contornos del de un terrorista islámico: las víctimas de su crimen se cuentan por centenares. Las palabras de Chesterton cobran pleno sentido: «Quien comete suicidio mata a todos los hombres».

Sin embargo, si no añadiera nada más y mi disertación acabara aquí, incurriría en un grosero reduccionismo. La paradoja del suicida consiste en que es verdugo al tiempo que víctima. De sí mismo, pero no solo. Igual que no es la única víctima de su apuesta, tampoco es el único culpable. Precisamente porque ha nacido en una familia y en una comunidad, la sombra de la culpa se cierne sobre una muchedumbre más o menos numerosa de personas que podrían haber hecho algo por evitar la tragedia y no lo hicieron. «Los miembros de la familia también son sus víctimas, pero no pueden acusarlo; se sienten culpables, pero no saben qué han hecho o dejado de hacer», dice Fabrice Hadjadj. Nos compadecemos del suicida porque en él percibimos algo distinto a lo que percibimos en un criminal al uso. Nos compadecemos del suicida porque en él hallamos una oscura ambivalencia: es culpable, sí, pero es sobre todo la víctima de un verdugo policéfalo.

Detrás de nuestra actual tasa de suicidios subyace, como condición necesaria, la morbidez de una comunidad política incapaz de ofrecer a sus miembros un motivo para vivir, la delicuescencia de una comunidad que ya no puede dar razones para la existencia. El suicida de nuestros tiempos es algo más que un individuo huérfano de esperanza; en él, tras su carne exánime, entrevemos la mueca de una sociedad perversa.