El que no renuncia a todo lo que posee no puede ser mi discípulo - Alfa y Omega

El que no renuncia a todo lo que posee no puede ser mi discípulo

Miércoles de la 31ª semana del tiempo ordinario. La Dedicación de la Basílica de Letrán / Juan 2, 13-22

Carlos Pérez Laporta
Ilustración: Freepik.

Evangelio: Lucas 14, 25-33

En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y él, volviéndose a sus discípulos, les dijo:

«Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.

Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: “Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar”.

¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz.

Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo».

Comentario

¿Quién «puede ser discípulo» de Jesús? Podríamos tener la tentación de pensar que sólo pueden serlo los que dejan «a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo». Es decir, que sólo pueden los que son célibes. Pero Jesus no dice «el que no deja» sino «el que no pospone». Esta traducción parece en realidad suavizada, porque el texto griego dice «el que no odia» (μισεῖ). Porque para seguir a Jesús es necesario no seguir a nadie más: Jesús habla en términos absolutos de amor y odio; la preferencia por Él tiene que ser tan fuerte que todo lo demás sea odio. Por eso la traducción interpreta bien: solo quien pone por encima de todo a Jesús, pospone todo lo demás, y eso es una forma relativa y figurada de odiar, en comparación del amor absoluto y total por Jesús.

Pero la traducción añade algo más, porque después de pedirnos ese amor absoluto, Jesús nos pide siempre amar a los otros. Y por eso el odio es en realidad poner en un segundo lugar. Solo quien pospone a sus seres queridos y ama absolutamente a Dios, puede después amar a los suyos.

Por eso, tanto el célibe como el casado para seguir a Jesús primero tienen que «calcular los gastos, a ver si tiene para terminar» su cometido. No es posible amar en el lugar de cada uno a los que se ama y se quiere amar, si no se ama por encima de todo a Jesús. Amar a los familiares e incluso a uno mismo, es imposible sino como efecto del amor absoluto que se tiene a Dios.

De hecho, solo alcanza ese amor para siempre si se ponen en ese segundo lugar, como efecto del amor a Dios. No se puede amar a una esposa, y al resto de una familia, sino como seguimiento a Cristo, como posposición del amor a Él. Y eso ocurre con el célibe también, al que no le basta con «dejar»: es necesario posponer, en el sentido de vivir toda su tarea como expresión del amor absoluto a Cristo. Lo decisivo en todos los casos es vivir la tarea de amar como efecto del amor absoluto a Dios, de lo contrario no se tendrán fuerzas para terminarla.