La parroquia católica de la Sagrada Familia, en Gaza, ha organizado equipos de limpieza, cocina, atención sanitaria y emergencias para atender a las 3.200 personas que acoge. Pero sus vidas giran en torno a la celebración de la Misa dos veces al día y al rezo continuo del rosario. Cuando el 20 de octubre una bomba israelí derribó parte de la parroquia ortodoxa de San Porfirio y acabó con la vida de 18 personas, muchos de ellos amigos, no solo los vecinos de la Sagrada Familia decidieron no irse de su iglesia, sino que la parroquia abrió también la puerta a cristianos que se mudaban desde San Porfirio. Atacados en una iglesia, buscaban asilo en otra. Son conscientes de que allí les podría pasar lo mismo. Incluso les ha llegado un aviso de que evacúen el complejo. Pero la gente no se quiere ir. «¿A dónde?», le preguntan a la religiosa María del Pilar Llerena, como en un eco de san Pedro diciéndole a Jesús: «¿A quién vamos a acudir?». Impera la idea de que en ningún lugar de la Franja estarán más seguros. «Me quedo y si muero, muero con mi familia dentro de la iglesia». El templo, a la vista está, no les ofrece una garantía de protección física. Pero sí la certeza de que, como dice Suhail, «la salvación está en manos de Jesucristo».