Me enamoro de muchas cosas que entiendo regular o que, directamente, no entiendo. Y con frecuencia, las estropeo al querer explicármelas. Esa canción, ese poema que había dado con cierta tecla, se esfuman si me paro a examinarlos. Apenas dejan en los dedos un polvillo como de ala de mariposa; un residuo de gracia. A veces ni eso.
El arte está repleto de esos misterios. Y más aún ese arte por excelencia que practicamos todos, y cuyo objeto es nuestra propia vida. Está la libertad, un absurdo mayúsculo si uno lo piensa, una negación del principio de causalidad que gobierna férreamente el universo. Y está la transgresión suprema de la lógica: el amor.
Misterios que no admiten una aproximación teórica, pero sí vital. Que podremos ir comprendiendo arduamente, a base de años y experiencia. Un columnista más leído metería aquí un poco de aparato orteguiano, hablaría del raciovitalismo, pero ese columnista no soy yo; van a tener que apañarse con este bosquejo.
El Ministerio de Igualdad ha lanzado estos días la app Me toca, que sirve para repartirse las faenas domésticas. Me divierte eso de las faenas porque capta el espíritu: las faenas se devuelven. Yo me la he instalado. Me ha gustado su aspecto de videojuego antiguo (cierto que el listón estético es el programa Padre). He creado una entrada en la categoría «Cuidados»: cinco minutos, esfuerzo de tres (sobre tres). Lo del esfuerzo me ha parecido un poco arbitrario; he escrito «pañales apestosísimos» en el campo de comentarios, como justificación. Todo bastante rudimentario y naíf.
Me veo usándola en un viaje de esquí con amigos. En pareja, ni muerto. No quiero que mi vivencia del amor incluya la experiencia recurrente de contabilizar minuciosamente mi aportación, compararla con la ajena y corregir desequilibrios. Quiero que incluya la planificación, sí. Pero basada en la vida común como servicio constante. En el perdón y la caridad. En la lógica del don, no en la del intercambio.
Nuestra civilización ha recurrido a la imagen amatoria para explicar la relación de Dios y el hombre. A la Iglesia se la llama la Esposa de Cristo. En la Biblia hay cámaras nupciales, amados que introducen la mano en el postigo y amadas cuyas entrañas se estremecen. Y hay una cruz. Yo aspiro a toda esa dulzura, a toda esa entrega. No a cuadrar una cuenta a fin de mes.