¿Qué significa el descubrimiento de América para la historia de España?
El próximo jueves una actividad académica en Boadilla del Monte analizará cómo ha influido en España el descubrimiento del Nuevo Mundo
El próximo jueves, 4 de mayo, el Palacio del Infante Don Luis de Boadilla del Monte, en Madrid, acogerá el simposio La influencia española en la cultura universal, coordinado por Jesús R. Folgado, director académico del mismo y miembros del Comité de Estudio de las Religiones de Harvard.
El descubrimiento del Nuevo Mundo por parte de Europa y la apertura de nuevas rutas comerciales supuso para la nación española un panorama inédito de relaciones interculturales con diferentes sociedades. Esta actividad académica tratará de esbozar algunas de estas líneas de intercambio cultural a través de la figura de dos madrileños, Diego de Pantoja, de Valdemoro, y Pedro Páez, nacido en Olmeda de las Fuentes, y de Juan Sebastián Elcano. Y de cómo este intercambio cultural ha afectado positivamente a la actual idiosincrasia de nuestro país.
Hablamos de todo esto con Ramón Mujica Pinilla, catedrático de número de la Academia Nacional de Historia del Perú.
El desembarco de España en América siempre se ha ensalzado en las aulas españolas. ¿Cómo se ve desde el otro lado del Atlántico?
El otro lado del Atlántico está conformado por muchas Repúblicas «americanas» independientes y cada una de ellas tiene su historia local escrita o por escribirse no en blanco y negro, sino con muchos matices regionales. Por lo tanto, sería algo temerario dar una respuesta monolítica o universal para todas ellas. Sin embargo, en términos generales, las naciones americanas tienen algo en común: la conquista española puso fin al desarrollo autónomo de las civilizaciones americanas precolombinas. Fue en el siglo XV cuando se iniciaron los tres siglos de evangelización y «aculturación» europea, transformando para siempre la configuración de las sociedades nativas.
¿Cómo dio comienzo el fin de los virreinatos?
El humanismo renacentista de los Austrias, su providencialismo imperial y su cultura visual contrarreformista y barroca auspiciaron el florecimiento de las artes como corolario de la vida religiosa y política del Nuevo Mundo. Durante el siglo XVIII —con el cambio de dinastía en 1700— llegaron las «reformas borbónicas» y con ellas se detonó en Perú un «siglo de rebeliones anticoloniales». El fin de los virreinatos se inició con la invasión francesa de España (1808), la abdicación al trono español del rey Fernando VII a favor de José Bonaparte, el hermano de Napoleón, y a partir de ello se consolidaron las guerras independentistas americanas.
¿Las poblaciones nativas americanas originarias abrazaron el cristianismo?
Resulta significativo que los historiadores del virreinato peruano aún no se pongan de acuerdo en si la Independencia de Perú fue «concedida» por los ejércitos libertadores «extranjeros» de Colombia, Venezuela y Chile, o si su emancipación política fue la culminación de una gesta emancipadora propia iniciada en los Andes en el siglo ;XVIII. Esta polémica académica es sintomática. Por un lado, delata la tendencia «fidelista» criolla de la Ciudad de los Reyes y de otro lado, la controversia sobre la supuesta «independencia concedida» pone en evidencia que la historia es un proceso continuo y el pasaje violento de la monarquía a la república no garantiza un cambio igualmente repentino de las costumbres y la mentalidad. Lo admitiesen o no los próceres de la independencia, ellos eran los hijos del virreinato y los continuadores y herederos radicales de los intelectuales indígenas, mestizos y criollos que los antecedieron en el siglo XVIII. Estos ideólogos «ilustrados» siguen citando al inca Garcilaso de la Vega y su visión literalmente fabulosa o imaginaria del Imperio de los incas, exaltan al fraile dominico español Bartolomé de las Casas como el gran defensor del indígena americano —que lo fue— y evocan la autoridad divina de los profetas del Antiguo Testamento. Es decir, a diferencia del ideario secular de la Revolución francesa, aún en el siglo XVIII y a inicios del siglo XIX, la nación indiana es visualizada como el nuevo pueblo elegido de Dios —una nueva Israel— cautiva y oprimida bajo el yugo del faraón español. Tanto es así que durante el «movimiento nacional inca» del XVIII —opuesto a las reformas borbónicas— no se pretende retornar al tiempo «gentílico» de los Incas, sino al periodo de los Austrias españoles, cuando el emperador Carlos V entrega títulos nobiliarios a los descendientes de los Incas y los incorpora al Imperio católico español. Todos estos matices no hacen sino confirmar la complejidad de la historia virreinal americana, que dista mucho de las recreaciones politizadas de los activistas «socialistas pro-indigenistas». Las poblaciones nativas americanas originarias abrazaron el cristianismo, hicieron suyo el concepto jurídico europeo de reino y de patria y recurrieron a las Sagradas Escrituras para plantear reivindicaciones étnicas, culturales y políticas. El culto mexicano a la Virgen de Guadalupe articuló la primera etapa de la conciencia criollista virreinal novohispana y sirvió de emblema político para su Independencia. En Perú, santa Rosa de Lima —la primera santa americana— fue proclamada por el general San Martín patrona de la Independencia durante el Congreso emancipador de Tucumán en 1816 (Argentina).
En Perú había una estrofa en el himno nacional que describía el periodo colonial español como «tres siglos de horror».
En una palabra: en las aulas estatales de Perú se canta el Somos libres, himno nacional peruano, escrito en 1821 y en una estrofa (hoy suprimida) se describía el periodo «colonial» español como un «estruendo de broncas cadenas que escuchó tres siglos de horror». A mi parecer, este es el origen lejano de las diatribas nacionalistas peruanas antiespañolas. Para los próceres criollos de la independencia, el virreinato español fue la Edad Media o edad oscura de opresión, ignorancia y esclavitud que los separaba del antiguo imperio solar y justo de los incas. Lo que no suele decirse es que esta noción peyorativa de la «colonia» fue un «mito ideológico» fabricado —inventado— entre 1810 y 1821 por los patriotas criollos a fin de victimizarse a sí mismos y autoproclamarse como los únicos portavoces legítimos de la nación indiana, subalterna y oprimida que finalmente lograba su autonomía política.
¿Se mete a todos los españoles en el mismo saco o se distingue entre la parte civil-militar y la religiosa? ¿Qué opinión se tienen en América de los misioneros?
En la conquista española del Nuevo Mundo se hace difícil diferenciar entre lo cívico militar y lo religioso. De hecho, los Reyes Católicos no hicieron este distingo y el propio Cristóbal Colón, en su Libro de profecías, describe el Descubrimiento como un acontecimiento cifrado en la Biblia. Después de su segundo viaje, Colón apareció por las calles de Sevilla ataviado como un penitente franciscano, pues asumía que la conversión del indígena al cristianismo era la antesala al final de los tiempos. En las famosas Bulas alejandrinas de 1493, mediante las cuales el Pontífice español Alejandro VI dona el Nuevo Mundo a la monarquía española, este Patronato Regio transfigura a los Reyes Católicos y a sus sucesores en la cabeza espiritual y temporal de la Iglesia americana. Lo político y lo religioso son dos caras de una misma moneda y por ello en la pintura virreinal andina los ángeles custodios de María Inmaculada están representados vistiendo el uniforme militar de gala de los Austrias o de los Borbones, y portan o arcabuces o mosquetes. Esta es una guerra santa y el Imperio universal hispano se confunde con el anunciado Reino milenario de Cristo sobre la tierra.
¿Qué consecuencias tuvo la mezcla de lo religioso con lo político?
Tuvo consecuencias prácticas. La conversión del indígena a la fe cristiana era la última gran cruzada de Occidente. Y esta presupone denuncias de los propios frailes peninsulares contra las injusticias y latrocinios cometidos por los conquistadores en el Nuevo Mundo. Hay que recordar un acto de grandeza imperial sin precedentes. A raíz de las terribles acusaciones sobre la Destrucción de las Indias Occidentales, el 16 de abril de 1550 el emperador Carlos V mandó detener la maquinaria de la conquista del Nuevo Mundo hasta que un grupo de teólogos y juristas se pusieran de acuerdo sobre cuál era la forma más justa de evangelizarla. La búsqueda de la justicia social y de la santidad eran ideales generalizados. Las Casas se niega a darle la confesión a los españoles que trataban a los indios como esclavos y el virrey Toledo termina prohibiendo sus obras en Perú porque eran alpiste para frailes justicieros y utopistas. Ya a inicios del siglo XVII Lima es tierra de santos: allí viven al mismo tiempo la criolla santa Rosa de Lima, el prelado español y arzobispo de la Ciudad de los Reyes Toribio Alfonso de Mogrovejo, el mulato limeño dominico fray Martin de Porras, el franciscano y misionero español Francisco Solano y el lego dominico español Juan Masías, entre tantos otros bienaventurados que mueren en olor de santidad y con procesos de beatificación. Los frailes dominicos, franciscanos y agustinos sirvieron de ojos críticos contra los abusos perpetrados contra los indios. Los jesuitas que tuvieron a su cargo la educación de los caciques indígenas de sangre real propiciaron devociones religiosas católicas tales como el culto al Niño Jesús Inca, que promovían el rol protagónico de la nobleza inca en la renovación espiritual de la Iglesia americana. No sorprende por ello que durante las insurrecciones indígenas del siglo XVIII los líderes de sangre real como Juan Santos Atahualpa, Túpac Amaru o incluso José Angulo y Chacón se proclamaran reyes incas católicos del Perú y expresaran ser contrarios al régimen hispano porque los Borbones habían traicionado los ideales apostólicos del Patronato Regio. «Más puede aquí un cura que toda la autoridad del rey», decía un comisionado español del XVIII, pues «la América es una monarquía eclesiástica».
¿En qué ha quedado la campaña en América contra misioneros como fray junípero Serra?
La campaña en Estados Unidos contra fray Junípero Serra forma parte de un fenómeno político más amplio. En su caso específico, se le adjudican injusticias contra los indios californianos que el propio Serra combatió y que, al final del día, no dejan de ser críticas anacrónicas basadas en lo políticamente correcto. Stanford, presionado por las quejas de los estudiantes y activistas, retiró el nombre de fray Junípero de dos de sus edificios y de la avenida principal del campus universitario. Estos son los nuevos autos de fe inquisitoriales de la posmodernidad. Tenemos al dictador Chávez en Venezuela que desmonta una estatua de Cristóbal Colón tras hacerlo responsable del «genocidio» indígena en América Latina. Pero en Boston, durante las protestas contra el racismo, una turba de manifestantes asistió a la decapitación de una efigie pública del célebre descubridor genovés. El conquistador de Perú y fundador de Lima, Francisco Pizarro, tenía en la plaza de Armas de dicha ciudad una estatua ecuestre de bronce que tras una larga controversia fue bajada de su pedestal y pasó del atrio de la catedral al parque de la Muralla, en un exilio simbólico encaminado a su olvido. En 1992 en San Cristóbal de las Casas (México), la estatua del conquistador Diego de Mazariegos y Porres fue derribada a martillazos ante una turba aproximada de 15.000 personas.
Es cierto que los presidentes de las Repúblicas o los alcaldes de turno en las grandes ciudades imponen sus idearios políticos y relatos históricos poblando los espacios urbanos con monumentos que suelen tener un valor instrumental rememorativo, y configuran sus grandes avenidas y parques con los nombres de los héroes cívicos o religiosos de su predilección. En muchos casos estas estatuas dicen más de quienes las promueven que del personaje representado. En Perú el golpe militar del general Juan Velasco Alvarado, propiciado en 1968, utilizó como emblema de sus reformas «revolucionarias» socialistas al inca rebelde Túpac Amaru porque este fue torturado y martirizado por los españoles. Pero Túpac Amaru era un monárquico católico, no un ideólogo marxista envenenado por la lucha de clases. Cuando las sociedades ponen en debate el significado de sus símbolos nacionales, parecen inevitables las campañas iconoclastas y la destrucción de los ídolos del pasado. Un caso emblemático es lo que está sucediendo en España con el Valle de los Caídos. El 28 de julio del 2021, el rey Felipe VI de España asistió a la toma de mando del presidente peruano Pedro Castillo, hoy en prisión por violar la Constitución de la República con un autogolpe frustrado y graves acusaciones de corrupción contra él. En esa fecha se celebraban dos siglos de vida republicana (1821-2021). Castillo, en vez de saludar el noble gesto del monarca hispano, que asistía gustoso al aniversario de la independencia peruana, lanzó una diatriba contra «los hombres de Castilla» que habían derrotado al Incanato y creado un sistema explotador de castas raciales que aún persistía y era culpable de todos los males del país. Castillo no habla quechua, tiene nombre de español, usa sombrero hispano y por ser oriundo de los Andes rurales dice ser portavoz de los pueblos originarios.
Usted ha pasado por Madrid. ¿Cómo ha afectado el intercambio cultural entre España y América a la idiosincrasia española actual?
Quizás debiéramos replantear la pregunta: ¿Qué significa América para la historia de España? Carlos V modificó su divisa imperial de Non Plus Ultra a Plus Ultra para demostrar que tras el descubrimiento del Nuevo Mundo la grandeza de su Imperio superaba en dominios y esplendor al antiguo Imperio romano. No por nada en la fachada del Palacio Real de Madrid se encuentran dos enormes estatuas de Atahualpa y Moctezuma. Según el fraile benedictino Martín Sarmiento –quien intervino los planes ornamentales del edificio— «el Imperio de México y el del Perú eran las dos principales y más preciosas piedras preciosas de la corona de su majestad». Si esto es cierto, España tendrá que exorcizar a sus demonios internos y «descolonizar» el guion de su museo emblemático nacional: el Prado. Sus colecciones provienen en gran parte de las colecciones reales y como lo tiene demostrado Tom Cummins —profesor de la Universidad de Harvard— el rey Felipe II tenía colgado en uno de los salones del Alcázar de Madrid las preciadas obras de Tiziano y del Bosco junto a las pinturas realizadas por los artífices indígenas del Cuzco, que en 1572 le habían sido enviadas por el virrey del Perú, Francisco de Toledo. Es decir, para Felipe II y sus sucesores, las colecciones reales reflejaban la unidad y multiplicidad de España y sus reinos; una mirada globalista, universal e inclusiva contraria a la actitud provinciana y parroquial de los sucesivos directores del Museo del Prado.
Salvo en recientes exhibiciones temporales, los fondos americanos del Prado están relegados —invisibilizados— en el Museo de América de Madrid. Fundado en 1941, en plena posguerra, el Museo de América es hoy un bastión de historiadores del arte y antropólogos visuales desde el que no se cuestiona este «pecado original colonialista» y decimonónico que margina y exilia a los artífices hispanoamericanos del Prado, casi como si sus obras artísticas fuesen los trofeos imperiales de la conquista y la evangelización. Difícil lograr un intercambio y diálogo cultural creativo entra España y América mientras no se asuman por ambas partes nuestras historias e identidades comunes compartidas.