Vueltas y vueltas y más vueltas
«La fuerza de la Iglesia no está en la personalidad de sus miembros, tantas veces faltos de carisma, ni en la belleza de sus templos, en ocasiones ídem. Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de Cristo»
Creo que, si perdiera la fe —Dios no lo quiera—, igual asistiría a los oficios de la Semana Santa, porque manifiestan, con una liturgia depurada durante 2.000 años, estos hondos misterios de lo humano: el sinsentido del sufrimiento, la posibilidad del perdón y el gozo del renacimiento. Es difícil quedarse indiferente al ver a los sacerdotes revestidos tumbados boca abajo sobre el suelo, o al participar de esa atávica hoguera la noche de Pascua de la que se prende primero el gran cirio y luego, como el rumor de la esperanza, decenas o centenares de pequeñas velas.
Uno de los momentos más impresionantes de esas celebraciones es ese en el que el sacerdote levanta por tercera vez el madero, ya en el presbiterio, y canta: «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo». La iglesia está vacía de ornamentos y de flores. Todo lo bello ha quedado fuera, hasta los manteles bordados del altar, que va desnudo. Y en el centro, la cruz. ¡Cómo la sostiene aquí el Papa Francisco, que acaba de salir del hospital por una bronquitis! Impresiona verlo anciano y débil, sosteniendo el signo de la contradicción, la cruz de Cristo. Solo queda el hombre frente al dolor, el hombre frente a la cruz, el hombre contra Dios. Elí, Elí, ¿lama sabactani?
La fuerza de la Iglesia no está en la personalidad de sus miembros, tantas veces faltos de carisma, ni en la belleza de sus templos, en ocasiones ídem. Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de Cristo, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles. El mundo da vueltas y vueltas y más vueltas, pero la cruz permanece en su lugar, contradictoria y salvífica, misteriosa, descarnada, fiel, verdadera. El Papa ha dicho en más de una ocasión que la tradición es la memoria viva de los creyentes, en contraposición a lo que él llama tradicionalismo —una especie de apego irreflexivo a las formas— que es la vida muerta de los creyentes.
Un ejemplo de que la cruz de Cristo, igual a sí misma durante dos milenios, seguirá siendo hasta que acabe el mundo un tema actual, es el documental Amén: Francisco responde, dirigido por Jordi Évole, producido por Disney y estrenado esta Semana Santa. Con independencia del contenido de la película, que aún no he visto, el interés que ha despertado la cinta me parece un signo inequívoco de las pasiones que levanta Jesucristo. El Santo Padre conversa con diez jóvenes —de los que solo uno es católico— sobre lo que a ellos les interesa: el feminismo, el aborto, los abusos, las identidades sexuales, el ateísmo. No es una catequesis lo que cabe esperar del documental, sino una actitud evangelizadora que no tiene miedo de sentarse a hablar con quien sea.
A la vista está que el mundo gira y gira, a veces desquiciado. Y que la cruz, contradictoria y salvífica y misteriosa, permanece en su sitio, como un imán, atrayendo a todos hacia sí.