30 de enero: santa Jacinta Mariscotti, la niña mimada a la que le repugnaba el convento
La condesa de Vignanello entró en la vida religiosa porque nadie le pedía matrimonio, pero tardó diez años en ser monja. Un sacerdote rehusó confesarla al verla rodeada de lujos y ese fue el inicio de su conversión
Dios puede sacar vidas de santidad hasta de una niña mimada y caprichosa como fue Clarice Mariscotti, condesa de Vignanello. Nació en 1585 en este pequeño territorio al norte de Roma, en el seno de una familia muy piadosa en la que una de sus hermanas, Inocencia, llegó a entrar en el convento de San Bernardino. La adolescencia de Clarice fue problemática: su única dedicación eran las fiestas, los vestidos y las joyas, haciendo desaparecer como por ensalmo aquella piedad infantil inculcada desde la infancia. Sus padres, preocupados, decidieron mandarla a San Bernardino junto a su hermana para que recuperara la fe y las costumbres, pero, debido a las continuas protestas de la adolescente, resolvieron sacarla del cenobio.
En casa las cosas no fueron a mejor, y poco a poco Clarice fue consumiendo su juventud sin que ninguno de los jóvenes —buenos partidos— de la zona la pidiera en matrimonio. Vencida por las continuas disputas con su familia y rendida ante el hecho de que nunca iba a poder casarse, la joven finalmente entró de nuevo a San Bernardino al cumplir los 20 años, tomando el nombre de Jacinta. «Sus padres estaban tan preocupados por ella y por la vida tan extraviada que llevaba que pensaban que eso podía terminar en su completa ruina espiritual», afirma su biógrafo, Manuel de Castro. Por ello, insistieron en convencerla para que ingresara en el monasterio, «a pesar de que la joven manifestaba una extrema repugnancia hacia la vida consagrada».
Con todo, Jacinta entró en la vida religiosa, pero la vida religiosa no entró en ella. Durante diez años habitó en una celda que se hizo construir a propósito, con todas las comodidades de la época. Estaba en todas partes, pero sin estar; ni en el coro, ni en el comedor, ni en las oraciones… siempre reservándose y dando muestras de la más absoluta tibieza.
Todo cambió en 1615, cuando cayó gravemente enferma. Asustada ante la posibilidad de la muerte, decidió llamar al padre Antonio Bianchetti para que la confesara. A día de hoy no podemos conocer los detalles de la celda de Jacinta, pero sabemos que cuando el fraile entró en ella para confesarla dio un paso atrás y le dijo que no podía atender a una monja que había mandado construir semejante palacio dentro del convento. Le dijo también que «el Paraíso no estaba reservado para los soberbios y las religiosas de vida cómoda». Ese fue el punto de inflexión en la vida de la santa. Se levantó, tiró los vestidos que llevaba y se adornó con un simple sayal, como el resto de sus hermanas. Luego fue al refectorio, donde se acusó de sus pecados y se infligió una penitencia en público, como se solía hacer en aquella época. Pidió perdón a todas sus hermanas y, al día siguiente, hizo confesión general de todas las faltas de su vida.
Así comenzó la nueva vida de la santa, muy marcada por la penitencia. Se propuso no volver a ver jamás a sus parientes, y solía ir al refectorio con una soga atada al cuello y besar ataviada de esta forma los pies de sus hermanas. El padre Bianchetti se convirtió en su director espiritual y de su mano fundó la cofradía de los Encapuchados de Viterbo, para cuidar a los enfermos y ayudarlos en el último trance, y la Congregación de los Oblatos de María, para la atención de ancianos.
Su fama de santidad corrió como la pólvora por toda la comarca y se le acumularon las cartas de laicos, sacerdotes y religiosos pidiendo consejo. Mención especial merece el caso de un mercenario llamado Francisco Pacini, un sanguinario criminal conocido en la región por el que la santa ofreció innumerables penitencias y ayunos. Jacinta encontró la manera de atraerlo al monasterio y allí le habló de Dios, de las consecuencias de sus pecados y de la oportunidad de la gracia a su alcance. Pacini se echó a llorar allí mismo, en el locutorio, y acabó sus días como un ermitaño dedicado a la oración.
Los últimos años de Jacinta fueron un derroche de gracias sobrenaturales, como explica Manuel de Castro: «Recibió el don de profecía, de milagros, de penetración de los corazones, abundantes éxtasis y arrebatos espirituales». Fue la suya una cascada de favores que ni siquiera se interrumpió tras su muerte, el 30 de enero de 1640: «Los muertos que ella resucitó —añade su biógrafo—, los enfermos que ella curó y tantos otros prodigios por ella realizados después de su muerte manifestaron claramente el gran poder que gozaba delante de Dios».
Así descansó aquella que se desgastó en recuperar el tiempo perdido en la vanidad del mundo, preguntándose a todas horas: «¿Cuándo podré servir a mi Dios como Él merece?».