Admirable intercambio
Fiesta de la Sagrada Familia
¿Qué celebramos en la Navidad? Parece una pregunta ingenua en medio de estos ajetreados días; sin embargo, la experiencia nos dice –¡bien sabemos todos!– que no siempre está clara la motivación religiosa de estas santas fiestas de la Navidad. Muchas de las felicitaciones que recibimos y enviamos están llenas de bellas palabras y deseos idílicos de paz, alegría…, que, a veces, descuidan hasta la mínima referencia cristiana. Más aún, prodigan las imágenes de árboles, nieve, renos…, pero sin referencia alguna al misterio de Jesucristo. Los programas de radio y televisión multiplican los mensajes y las imágenes dirigidos a conmover el puro sentimiento humano, tal vez para satisfacer las competitivas campañas de recaudación generosa para proyectos solidarios. Hasta la decoración de las calles de muchas ciudades se limita a un concierto de colores, formas e imágenes que decoran y divierten, pero no hablan, ni comunican ya el gozo y sentido cristiano de la Navidad. ¡Claro que pueden ser aspectos positivos y loables que engloban a toda la sociedad y las familias, cristianas y no cristianas, creyentes e indiferentes! Pero el cristiano, aquel que vive su fe, no puede limitarse y conformarse a vivir esta Navidad.
Cuando uno entra en el misterio de estos días, en las celebraciones litúrgicas, en los textos bíblicos proclamados y en las oraciones de la Iglesia descubre a Jesucristo en el misterio de su Nacimiento, de su Natividad (de ahí se deriva la palabra Navidad). Celebramos el misterio del Nacimiento de Jesucristo, que, siendo Dios, se hace hombre «por nosotros y para nuestra salvación». Todos los años me impacta la impresionante oración colecta de la Misa del día de Navidad, atribuida al Papa san León Magno y en la que no habla de san José ni de la Virgen María, ni de los pastores, ni siquiera del nacimiento de Belén. Esta oración nos transporta a un misterio mucho más profundo. ¿Cuál es? Que Dios ama tanto a la humanidad que ha querido hacerse hombre para conducir a todos los hombres hacia El. Es decir, que pedimos a Dios Padre en ese día «compartir la divinidad de aquel que se ha dignado participar de nuestra humanidad». Si meditáramos bien este contenido comprenderíamos que es revolucionario. Parafraseando el texto podríamos decir que Dios se hace hombre para que el hombre vuelva a Dios. Así lo expresa también el Prefacio III de Navidad, al afirmar que por Cristo «hoy resplandece el maravilloso intercambio de nuestra redención: porque, al asumir tu Verbo nuestra debilidad, no solo asume dignidad eterna la naturaleza humana, sino que esta unión admirable nos hace a nosotros eternos».
¡Admirable intercambio entre Dios y los hombres, entre lo visible y lo invisible, entre lo temporal y lo eterno! Este es el verdadero misterio y sentido de la Navidad: el amor de Dios a la humanidad manifestado en Jesucristo que nace, pobre, humilde, en el seno de una familia en la que María y José se entregan para que pueda crecer «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres», como proclama el Evangelio de Lucas. Esa Sagrada Familia se convierte en la verdadera escuela de Jesús, en la que aprende el amor entre hijos y padres, el valor del sacrificio y del trabajo, es iniciado en la fe y amistad con Dios Padre, y donde experimenta también el sufrimiento de los padres cuando le encuentran en el templo de Jerusalén. La familia, a imagen de la Sagrada Familia, está llamada a ser el seno donde madura el ser humano y cristiano, un instrumento para crecer («Jesús iba creciendo»). Oremos en esta fiesta por los matrimonios, por los padres y por los hijos. ¡Qué el Señor bendiga a nuestras familias!
Sus padres solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.